miércoles, 30 de marzo de 2011

Un faro en la noche

Acérquense a los muelles del Sena, cerca de la imponente catedral gótica de Notre Dame, y echen un vistazo a los típicos puestos de los bouquinistes (en sentido literal, libreros), esos pequeños bazares genuinamente parisinos donde se entremezclan libros antiguos, revistas ajadas de varias décadas atrás, carteles, grabados, postales… y souvenirs. No tardarán en ver, junto a la inevitable imagen de la torre Eiffel, reproducciones del affiche original del legendario cabaret Le Chat Noir. Obra del pintor modernista Théophile-Alexandre Steinlen, el cartel, mil veces visto, con su gato negro sobre fondo rojo y ocre, está íntimamente asociado a la Belle Époque, ese periodo febril y creativo, lúdico y frívolo que vivió la capital francesa entre dos siglos, de 1890 a 1914, el fecundo oasis de paz y despreocupación que discurrió entre el renacimiento posterior a la guerra franco-prusiana –que trajo la caída del Segundo Imperio y el trauma de La Comuna-, y la hecatombe de la Primera Guerra Mundial.

Le Chat Noir, fundado por el artista Rodolphe Salis en 1881 y cerrado oficialmente en 1897, fue por así decirlo el padre de los mundialmente famosos cabarets de Montmartre, como los célebres Moulin Rouge, Folies Bergère o Mirliton, algunos de ellos todavía en activo y reclamo tradicional de turistas. Su innovador teatro de sombras al son del piano –hasta ese momento, estaba prohibido tocar música en los cafés-, su espíritu bohemio y descocado, el ambiente provocador y gamberro del club de los Hidrópatas (un grupo de estudiantes y poetas, fundado por Émile Goudeau, instalados de forma permanente en el local que abominaban del agua y englutían abundante alcohol), convirtieron al Chat Noir en la principal atracción de la noche  parisina y en visita ineludible de todo aquel que estuviera de paso por la ciudad. Artistas, intelectuales… pero también burgueses provinciales y aristócratas. Entre sus habituales se contaban numerosos artistas, como Alphonse Allais, George Auriol, Caran d’Ache, Paul Verlaine, Guy de Maupassant, Claude Debussy, August Strindberg…

En su primer emplazamiento, el número 84 del boulevard Rochechouart, hay hoy una banal tienda de souvenirs –con el ineludible cartel del gato, naturalmente- y en el segundo, el que mayor fama le dio, el número 12 de la calle dedicada hoy a Victor Massé, una solitaria placa recuerda sus viejas glorias. En su último albergue, el 68 del boulevard de Clichy –a pocos pasos del Moulin Rouge-, subsiste hoy una brasserie-café concert, así como un modesto hotel de dos estrellas, con el mismo nombre, pálido recuerdo de su esplendor pasado. Le Chat Noir, cual Cid de la bohemia, ha sobrevivido sin embargo a su muerte, alzándose a la categoría de icono de aquellos años locos.

El omnipresente cartel del gato negro asalta al turista desprevenido desde que pone el pie en París, una ciudad del siglo XXI enfundada en hábitos del XIX. No se trata sólo del marketing turístico, casi exclusivamente centrado en la Belle Époque y las vanguardias artísticas de fin de siglo. Es la ciudad misma la que parece anclada en aquel periodo dorado en que fue la capital del mundo, como ensimismada en sus glorias pasadas. El París de hoy se parece mucho al París del siglo XIX. Sus edificios, sus monumentos, sus calles, pero también sus referentes simbólicos, retrotraen al pasado. Ésa es probablemente su magia. Ahí radica seguramente su particular encanto.

Montmartre es un buen lugar para empezar ese tentador viaje al pasado. Junto a los cabarets y locales de music-hall, el barrio está estrechamente asociado a los pintores impresionistas que lo poblaron y lo pintaron en la segunda mitad del XIX. Cézanne, Degas, Manet, Pissarro, Renoir, Toulouse-Lautrec, Van Gogh… Sus nombres integran el adn de París, su imagen de marca internacional. Todavía hoy su fuerza es arrolladora. En la bisagra de los años 2010 y 2011, más de un siglo después, el gran acontecimiento cultural del año ha sido la vasta exposición dedicada en el suntuoso Grand Palais al maestro Claude Monet, visitada por cerca de un millón de personas.

Dejen atrás el bullicio de los bulevares de Montmartre y asciendan por sus empinadas calles hacia la cima de la colina. Millones de turistas lo hacen cada año. A falta de original, es imprescindible. Algo de aquel espíritu mundano subsiste hoy, en forma de reflejo desvaído, en la coqueta plaza del Tertre, poblada de pintores de ocasión, muchos de ellos procedentes de países del Este, en busca de colocar su mercancía a las nutridas retahílas de visitantes. ¿Retablo de cartón piedra? ¿parque temático? Algo de artificial tiene, en efecto, este paisaje congelado. Pero, como dijo un amigo la primera vez que lo vio, probablemente era el precio que había que pagar para salvaguardar el lugar.

Una sensación de irrealidad produce también la cercana basílica del Sacré Coeur, edificada a partir de 1875, en un inverosímil estilo romano-bizantino –que Josep Pla calificó de “arquitectura de tumefacciones”-, para purgar los pecados por los que Francia había sido castigada con la guerra, la violencia y la destrucción. Declarada de utilidad pública por una ley de la Asamblea Nacional de julio de 1873, sus promotores buscaban también hacer de la basílica un templo expiatorio de los crímenes anticlericales de La Comuna -ejecución del arzobispo de París, masacres de los dominicos de Arcueil y de los jesuitas de Haxo-, insurrección libertaria que empezó justamente en Montmartre en marzo de 1871 y que fue aplastada a sangre y fuego en mayo de ese año por las tropas versallesas del mariscal Mac-Mahon

Desde las escalinatas de la basílica hay una magnífica vista de París, extendida a sus pies. Al margen de algunas torres extemporáneas de viviendas y oficinas de los años setenta, el perfil de la ciudad es el mismo de hace más de un siglo. Las estrictas normas urbanísticas han permitido preservar la esencia arquitectónica de la ciudad que legó el gran valido del emperador Napoleón III, el controvertido barón Haussmann. Entre 1853 y 1870, el verdugo del Vieux Paris reventó los barrios de estrechas y malolientes callejas de la ciudad antigua para abrir los grandes bulevares, construyó  40.000 nuevos edificios -obligando a uniformizar su altura, nunca mayor que el ancho de la calle-, construyó una moderna red de alcantarillado y plantó decenas de miles de árboles.

Los monumentos y grandes edificios que sobresalen en el horizonte, citas obligadas de toda visita turística a París, fueron edificados en gran número en ese rico y agitado siglo XIX, marcado por las revoluciones, las guerras y los dos imperios de los Bonaparte. El Arco de Triunfo, la avenida de los Campos Elíseos -“La plus belle avenue du monde”, al decir de los parisinos-, el Arco del Carrusel (en el Louvre), la iglesia de la Madeleine, el Palais Bourbon (Asamblea Nacional), el Grand Palais y el Petit Palais -construidos para la exposición de 1900-, las estaciones ferroviarias del Nord, de Lyon y d’Orsay (hoy museo), la Ópera, la Biblioteca Nacional, el Palacio de Justicia, la Bolsa, la Prefectura de Policía, la Columna de la plaza Vendôme, el edificio neorrenacentista del Hôtel de Ville (Ayuntamiento), los cementerios de Père Lachaise y Montparnasse…

… Y la torre Eiffel. Erigida con motivo de la Exposición Universal de 1889 –primer centenario de la Revolución Francesa-, osado monumento a la modernidad y el genio industrial, el artefacto diseñado por el ingeniero Gustave Eiffel fue recibido en su momento con estupefacción y desagrado. En un manifiesto publicado el 14 de febrero de 1887 en el diario Le Temps por una cincuentena de intelectuales y artistas franceses de renombre –Alexandre Dumas hijo, Guy de Maupassant, Charles Garnier, Charles Gounod…- la torre merecía adjetivos tan demoledores como “inútil y monstruosa”, “vertiginosamente ridícula” y causa de “deshonor” para París. El poeta Paul Verlaine la descalificó tildándola de “esqueleto de campanario”. Y hubo quien, desde cierto fundamentalismo católico, opuso el blanco inmaculado del Sacré Coeur de Montmartre, símbolo de fe y espiritualidad, a la oscura y pagana estructura de hierro de esa nueva “Torre de Babel” de evocaciones revolucionarias.

Construida con vocación efímera –debía ser derribada dos décadas después-, la torre Eiffel se salvó de la desaparición gracias al empeño de su autor por darle una utilidad científica, organizando experimentos en materia de comunicaciones radiofónicas. Hoy, no sólo es el monumento de pago más visitado del mundo –siete millones de visitantes al año, 250 millones desde que se abrió al público-, sino que se ha convertido en motivo de inspiración para artistas, diseñadores y hasta creadores de moda. Reproducida en toda suerte de soportes, la torre ha acabado convirtiéndose en el emblema supremo de París, al punto de confundirse con la ciudad misma. Su potente faro rasga hoy la oscuridad nocturna como una metáfora de la Ville Lumière, iluminando la tierra entera. Como subrayando las palabras del poeta decimonónico Téophile Gautier: “Si París se apagara, la noche caería sobre el mundo”.

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