martes, 18 de febrero de 2014

Desbordados por la violencia étnica

La intervención militar francesa en la República Centroafricana, iniciada el pasado 5 de diciembre para poner fin a la violencia de las milicias armadas musulmanas (Seleka), debía ser una operación de policía rápida y controlada. Nada que ver con la guerra de Mali. Así la presentó, al menos, el presidente François Hollande, quien asimismo aseguró que el contingente militar enviado –integrado por 1.600 soldados– sería más que suficiente. No por azar la operación fue bautizada con el nombre de Sangaris, una mariposa local de corta vida...

Sin embargo, dos meses y medio después, la situación se ha escapado completamente de las manos y las tropas francesas se ven impotentes para frenar la espiral de violencia –con tintes de limpieza étnica– entre cristianos y musulmannes. “Creo que esto será más largo de lo previsto, porque el nivel de odio y de violencia es más importante de lo que imaginábamos”, admitió públicamente por primera vez el ministro francés de Defensa, Jean-Yves Le Drian, el pasado sábado. La víspera, tras una reunión extraordinaria del Consejo de Defensa en el Elíseo, Hollande decidió enviar 400 militares más, lo que eleva la cifra a 2.000. Poco antes, el secretario general de la ONU, Ban Ki Moon, había enviado un dramático llamamiento pidiendo refuerzos con urgencia.

Enviar 400 soldados suplementarios puede mejorar la operatividad de las fuerzas destacadas en la ex colonia, pero seguirá siendo una cantidad insuficiente para controlar la situación, habida cuenta de la debilidad de las fuerzas panafricanas de la Misma –6.000 hombres mal armados y con escasos medios– en las que deben apoyarse. El presidente francés confía en que Europa eche una mano –la UE podría enviar entre 500 y 1.000 soldados adicionales, aportados no precisamente por las grandes potencias sino por los países pequeños y medianos, de Letonia a Rumanía– pero, sobre todo, reclama que la ONU constituya una fuerza de 10.000 cascos azules.

Mientras tanto, la situación se degrada a ojos vista día a día. Desarmadas las milicias musulmanes de la Seleka –que en marzo del 2013 perpetraron un golpe de Estado e impusieron su ley en todo el país–, las fuerzas internacionales se han visto desbordadas por la venganza sangrienta de las milicias cristianas conocidas como Anti-balaka (balaka quiere decir machete en sango y era el arma utilizada por los miembros de la Seleka para atemorizar a la población). Una violencia que lejos de haberse frenado con la elección de la nueva presidenta del país, Catherine Samba-Panza, el 20 de enero, se ha incrementado.

Autores de asesinatos, linchamientos, violaciones, torturas... los cristianos se han lanzado a una persecución salvaje de los musulmanes –entre el 15% y el 20% de la población del país, de 4,6 millones de habitantes–, no sólo de los milicianos, sino también de los civiles, hasta el punto de forzar una verdadero éxodo. En la capital, Bangui, apenas queda ya ningún musulmán. El responsable del Alto Comisariado de las Naciones Unidas para los Refugiados (HCR), Antonio Guterres, no ha dudado en calificar lo que sucede como una “limpieza étnico-religiosa”. Lo mismo que Amnistía Internacional y otras organizaciones sobre el terreno.

Desde diciembre del 2012, cuando las milicias Seleka desencadenaron su ofensiva en el nordeste, cerca de un millón de personas –una quinta parte de la población– han buscado refugio en los países vecinos (Chad, Congo y Camerún) y en las zonas controladas por su comunidad o por las fuerzas internacionales (miles de refugiados se concentran, por ejemplo, junto al aeropuerto de la capital, donde está basado el grueso del contingente francés). El número de víctimas de la violencia étnica no está establecido. La ONU, así como organizaciones humanitarias como Acción contra el Hambre y Oxfam, han advertido también del riesgo de una crisis alimentaria grave. Alrededor de 1,3 millones de personas precisan ayuda urgente.


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