La pregunta lanzada por la
periodista italiana Monica Maggioni en los últimos minutos del debate de
Eurovisión con los cinco candidatos a presidir la Comisión Europea –una
pregunta saludablemente incómoda– proyectó una sombra de escepticismo: ¿Y si al
final ninguno de los cinco, y en particular los dos únicos con posibilidades
–el conservador Jean-Claude Juncker y el socialdemócrata Martin Shulz–, acaba
siendo designado presidente del Ejecutivo comunitario? La duda ofende, vinieron
a decir, porque ello tiraría por la borda la imagen democrática que la Unión
Europea pretende proyectar al mundo y, sobre todo, a sí misma. Pero la duda es
legítima. Pues, a pesar de las prerrogativas crecientes del Parlamento Europeo,
los Estados siguen manejando los hilos.
El Tratado de Lisboa, en vigor desde el 2009, establece que
el nuevo presidente de la Comisión –cargo que José Manuel Durao Barroso deja
vacante tras dos mandatos–, debe ser propuesto por los jefes de Estado y de
Gobierno “teniendo en cuenta las elecciones al Parlamento Europeo” y obtener
después el apoyo de la mayoría absoluta de la cámara. Se deduce que el
candidato debería pertenecer al partido ganador de los comicios, pero como bien
ha recordado la canciller alemana, Angela Merkel, ello “no es automático”. Ni
obligado. Si ningún candidato reúne una mayoría suficiente, todo es posible.
La verdadera cuestion, sin embargo no se reduce al
nombramiento. ¿Podrá cabalmente el futuro presidente de la Comisión Europea
–como el del Consejo Europeo, por otra arte– tomar ninguna iniciativa de
importancia sin telefonear antes a Berlín y París, por este orden? Los cambios
introducidos en la arquitectura institucional de la UE no parecen permitirlo.
Como tampoco parece propiciarlo la personalidad de los dos principales
candidatos, por muy europeístas que ambos sean, que lo son: el luxemburgués
Juncker debe su designación como candidato del Partido Popular Europeo (PPE) a
los democristianos alemanes y el germano Schulz está prisionero del pacto de
gobierno que su partido mantiene en Alemania con los conservadores. En el
horizonte parece dibujarse, pues, una versión europea de la Gran Coalición
supervisada por Berlín.
De una forma o de otra, la hegemonía prusiana en la nueva
Europa surgida de la crisis atraviesa el debate de estas elecciones europeas,
ya sea desde un punto de vista económico o político. En el primer caso, la
izquierda de todo el continente –más combativamente la izquierda radical
liderada por el griego Alexis Tsipras, más moderadamente los socialistas– se
opone a la rígida política de austeridad dictada por la cancillería y, como un
eco, por Bruselas. En el segundo caso, lo que se cuestiona es eldesequilibrio
político mismo que se deriva de la preeminencia alemana. Y ello es
particularmente así en Francia.
“En 1940 llegaron con los Panzer, ahora vienen con el euro”,
proclamó un euroescéptico francés –germanofóbico– al inicio de la crisis del
euro. Con otras palabras, el diario Le Figaro alertaba
ayer en su editorial de portada –titulado “Las victorias de Angela Merkel”– del
riesgo de que la nueva UE surgida de estas elecciones comporte una
“marginación de Francia”. Construida sobre todo por y para los dos hermanos
enemigos –cuyas querellas han ensangrentado Europa durante los siglos XIX y
XX–, la Europa unida es fundamentalmente un asunto franco-alemán.
Cierto, nada se puede hacer sin la contribución decisiva de
los otros grandes: Reino Unido, Italia, España y Polonia. España, en particular,
se ha erigido con el tiempo en un aliado fundamental para Francia, el país con
el que –al margen de colores políticos y fuera del periodo de José María Aznar,
que mantuvo unas relaciones execrables con Jacques Chirac– más coincidencias de
puntos de vista y de intereses tiene.
Pero a fin de cuentas Europa depende del motor
franco-alemán. El problema es que ya no funciona como antaño –la sintonía de
los Schmidt-Giscard y Kohl-Mitterrand es sólo un recuerdo– y que en la pareja
cada vez rige menos la divisa castellano-aragonesa de “tanto monta, monta
tanto”. Merkozy fue en este sentido un espejismo.
Nicolas Sarkozy tuvo un papel moderador fundamental en la pareja que formó con
Angela Merkel, a quien logró arrancar algunas concesiones. Pero la batuta la
tenía Alemania, y Francia, lastrada por una economía renqueante y una ciudadanía
crecientemente euroescéptica, se vio empujada a un papel subalterno. Y ahí
sigue. François Hollande llegó en el 2012 anunciando un cambio de rumbo en
Europa. El único que ha cambiado de rumbo ha sido él. Vigilado de cerca por
Berlín.
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