martes, 20 de mayo de 2014

Mirando hacia Berlín

La pregunta lanzada por la periodista italiana Monica Maggioni en los últimos minutos del debate de Eurovisión con los cinco candidatos a presidir la Comisión Europea –una pregunta saludablemente incómoda– proyectó una sombra de escepticismo: ¿Y si al final ninguno de los cinco, y en particular los dos únicos con posibilidades –el conservador Jean-Claude Juncker y el socialdemócrata Martin Shulz–, acaba siendo designado presidente del Ejecutivo comunitario? La duda ofende, vinieron a decir, porque ello tiraría por la borda la imagen democrática que la Unión Europea pretende proyectar al mundo y, sobre todo, a sí misma. Pero la duda es legítima. Pues, a pesar de las prerrogativas crecientes del Parlamento Europeo, los Estados siguen manejando los hilos.

El Tratado de Lisboa, en vigor desde el 2009, establece que el nuevo presidente de la Comisión –cargo que José Manuel Durao Barroso deja vacante tras dos mandatos–, debe ser propuesto por los jefes de Estado y de Gobierno “teniendo en cuenta las elecciones al Parlamento Europeo” y obtener después el apoyo de la mayoría absoluta de la cámara. Se deduce que el candidato debería pertenecer al partido ganador de los comicios, pero como bien ha recordado la canciller alemana, Angela Merkel, ello “no es automático”. Ni obligado. Si ningún candidato reúne una mayoría suficiente, todo es posible.

La verdadera cuestion, sin embargo no se reduce al nombramiento. ¿Podrá cabalmente el futuro presidente de la Comisión Europea –como el del Consejo Europeo, por otra arte– tomar ninguna iniciativa de importancia sin telefonear antes a Berlín y París, por este orden? Los cambios introducidos en la arquitectura institucional de la UE no parecen permitirlo. Como tampoco parece propiciarlo la personalidad de los dos principales candidatos, por muy europeístas que ambos sean, que lo son: el luxemburgués Juncker debe su designación como candidato del Partido Popular Europeo (PPE) a los democristianos alemanes y el germano Schulz está prisionero del pacto de gobierno que su partido mantiene en Alemania con los conservadores. En el horizonte parece dibujarse, pues, una versión europea de la Gran Coalición supervisada por Berlín.

De una forma o de otra, la hegemonía prusiana en la nueva Europa surgida de la crisis atraviesa el debate de estas elecciones europeas, ya sea desde un punto de vista económico o político. En el primer caso, la izquierda de todo el continente –más combativamente la izquierda radical liderada por el griego Alexis Tsipras, más moderadamente los socialistas– se opone a la rígida política de austeridad dictada por la cancillería y, como un eco, por Bruselas. En el segundo caso, lo que se cuestiona es eldesequilibrio político mismo que se deriva de la preeminencia alemana. Y ello es particularmente así en Francia.

“En 1940 llegaron con los Panzer, ahora vienen con el euro”, proclamó un euroescéptico francés –germanofóbico– al inicio de la crisis del euro. Con otras palabras, el diario Le Figaro alertaba ayer en su editorial de portada –titulado “Las victorias de Angela Merkel”– del riesgo de que la nueva UE surgida de estas elecciones comporte una “marginación de Francia”. Construida sobre todo por y para los dos hermanos enemigos –cuyas querellas han ensangrentado Europa durante los siglos XIX y XX–, la Europa unida es fundamentalmente un asunto franco-alemán.

Cierto, nada se puede hacer sin la contribución decisiva de los otros grandes: Reino Unido, Italia, España y Polonia. España, en particular, se ha erigido con el tiempo en un aliado fundamental para Francia, el país con el que –al margen de colores políticos y fuera del periodo de José María Aznar, que mantuvo unas relaciones execrables con Jacques Chirac– más coincidencias de puntos de vista y de intereses tiene.

Pero a fin de cuentas Europa depende del motor franco-alemán. El problema es que ya no funciona como antaño –la sintonía de los Schmidt-Giscard y Kohl-Mitterrand es sólo un recuerdo– y que en la pareja cada vez rige menos la divisa castellano-aragonesa de “tanto monta, monta tanto”. Merkozy fue en este sentido un espejismo. Nicolas Sarkozy tuvo un papel moderador fundamental en la pareja que formó con Angela Merkel, a quien logró arrancar algunas concesiones. Pero la batuta la tenía Alemania, y Francia, lastrada por una economía renqueante y una ciudadanía crecientemente euroescéptica, se vio empujada a un papel subalterno. Y ahí sigue. François Hollande llegó en el 2012 anunciando un cambio de rumbo en Europa. El único que ha cambiado de rumbo ha sido él. Vigilado de cerca por Berlín.



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