A Jean-Claude Juncker,
candidato del Partido Popular Europeo (PPE) a presidir la Comisión y ex primer
ministro de Luxemburgo, se le atragantó el café cuando días atrás le explicaron
la osada propuesta que una de las figuras emergentes de la derecha francesa
acababa de poner sobre la mesa para el futuro de la Unión Europea. Laurent
Wauquiez, quien fuera ministro de Asuntos Europeos con Nicolas Sarkozy,
defendía la constitución de un núcleo duro en el seno de la UE, con una
integración reforzada, compuesto solamente por seis de los 28 países miembros.
En este restringido club estarían básicamente los países fundadores y España,
pero quedaría excluido uno de los firmantes del Tratado de Roma, Luxemburgo, al
que Wauquiez desdeñó como un “país artificial” y un “paraíso fiscal”...
Evidentemente, la furibunda reacción de Juncker, que llamó a
la cúpula de la Unión por un Movimiento Popular (UMP) para quejarse –obteniendo
una desautorización de Wauquiez–, tenía más que ver con el papel reservado a su
país que con el hecho de plantear una Europa a dos velocidades. A fin de
cuentas, otros lo han hecho antes. Y en esta misma campaña electoral lo ha
defendido –sin que, por otra parte, nadie haya osado llamarle la atención– el
ex presidente francés Valéry Giscard d’Estaing, <CF21>padre</CF> de
la abortada Constitución Europea. “La Europa de los 28 va a evolucionar para
convertirse en una especie de ONU regional con vocación comercial. En su
corazón debe emerger una Europa integrada, más reducida, que sabe exactamente
lo que quiere”, ha declarado a L’Express. ¿Qué países la
integrarían? Como pista apunta “la Europa de los fundadores, la Europa de
Carlomagno, y Polonia”. De España, ni se sabe.
El debate sobre la futura estructura que debe adoptar la UE,
dada la imposibilidad manifiesta de profundizar de forma decidida en la
integración europea simultáneamente a 28, no es exclusivamente francés. Si
bien, en otros países adopta otros contornos. Al otro lado del Rhin, la voz
–por ahora minoritaria– del partido Alternativa por Alemania (AdF) defiende el
desmantelamiento ordenado de la moneda única o, como alternativa, la
dislocación de la zona euro en dos subzonas en función de la capacidad
económica de los países: una en el Norte –la del euro fuerte, que equivaldría
aproximadamente a la zona de influencia del antiguo marco alemán– y otra en el
Sur, con un euro de segunda clase, llamado a ser devaluado. “Más vale tener dos
euros que ninguno”, declaró tiempo atrás uno de los principales promotores de
esta idea y número dos de la lista de AdF en las europeas, Hans-Olaf Henkel,
expresidente de la Federación de Industrias Alemanas.
Por la vía de la moneda se acabarían configurando dos
Europas, una central, orbitando en torno a Alemania, y otra periférica. La idea
no es nueva. Algunos gobiernos –como el finlandés– la propusieron seriamente en
el 2011, en plena crisis del euro, cuando, arrastradas por el caso griego,
Italia y España fueron atacadas por los mercados financieros. Los virtuosos de
la austeridad y la ortodoxia presupuestaria, los países de la “triple A”, como
les gustaba presentarse, querían soltar lastre y abandonar a su suerte a las cigarras del Sur...
Alemania, que es la que ha marcado el paso durante toda la
crisis, estuvo seriamente tentada de expulsar a Grecia de la zona euro, algo
que el ex secretario del Tesoro norteamericano Timothy Geithner acaba de
recordar en un libro y que califica simple y llanamente de “pavoroso”. La
oposición de Estados Unidos y de Francia, que en Europa juega un papel clave de
gozne entre el Norte y el Sur, salvó aquella situación.
La crisis del euro, haciendo –como siempre en la UE– de la
necesidad virtud, ha sido la que más ha hecho por afianzar en la práctica la
idea de la Europa de dos velocidades. Con sufrimiento, con desgarros, con una
desesperante lentitud, la UE ha conseguido poner las bases de una integración
política y económica acentuada, de la que la nueva Unión Bancaria –en proceso
de constitución– y el futuro gobierno económico de la zona euro constituyen los
pilares. Esta nueva Europa de 18, construida a partir de acuerdos
internacionales paralelos –a falta de consenso para abordar la reforma de los
Tratados–, está en proceso de devenir el núcleo duro de la UE.
¿Hasta dónde? Está por ver. ¿Puede la zona euro ser el
embrión, le punta de lanza, de un proceso federal? No parece fácil. En primer lugar,
porque entre los 18 miembros no hay unanimidad al respecto –Francia es el
primer freno– y, en segundo lugar, porque los que están fuera no ven con buenos
ojos que los demás se les escapen. El Reino Unido, donde está planteado el
mismo debate pero en sentido inverso –con la demanda de una recuperación de
competencias a nivel nacional y el amago de una eventual salida de la UE–, ve
con indisimulado recelo el proceso de reforzamiento de la zona euro.
En un estudio realizado en el 2008 para la Fundación Schuman,
Thierry Chopin y Jean-François Jamet mostraban las ventajas de los procesos de
“diferenciación”, pero advertían ya de la necesidad de “evitar los clubes”. Y
alertaban de dos peligros: la fragmentación excesiva y la división de los
Estados miembros.
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