viernes, 23 de mayo de 2014

Europa, frente a la tentación de las fronteras

El Roude-Léiw, que en luxemburgués –la lengua germánica hablada en Luxemburgo– significa León Rojo, realiza cruceros de recreo en la zona fronteriza del río Mosela. En sus escalas figura la ciudad de Schengen, que da nombre a los acuerdos –firmados en 1985 y 1990– por los que se estableció la libre circulación en Europa y la supresión de las fronteras interiores. Veintiséis países forman parte hoy del llamado Espacio Schengen, todos los de la Unión Europea –salvo el Reino Unido, Irlanda, Bulgaria, Rumanía, Chipre y Croacia– más Noruega, Islandia, Suiza y Liechtenstein. La presidenta del partido de ultraderecha francés Frente Nacional (FN), Marine Le Pen, subió el 16 de mayo al Roude-Léiw y, una vez a las puertas de Schengen, cogió un ejemplar del tratado y lo tiró simbólicamente a una papelera. “La desaparición total de las fronteras es una de las faltas más criminales de la Unión Europea”, sentenció.

Schengen... Probablemente, la mayoría de los ciudadanos europeos no sabe exactamente qué significa tal nombre. Pero en algunos países de la UE es presentado como monstruo de cien cabezas, origen de todos los males. Y fundamentalmente uno: la inmigración extranjera. Así lo esgrime la extrema derecha, los grupúsculos soberanistas e incluso una parte de la derecha republicana. El ex presidente Nicolas Sarkozy, siempre dispuesto a jugar en las fronteras ideológicas del Frente Nacional, publicó ayer en Le Point una tribuna con motivo de las elecciones europeas en la que la propuesta más llamativa era justamente la suspensión inmediata del tratado de Schengen.

En su artículo, pretendidamente europeísta pero en el que revisita todos los hits del discurso euroescéptico –inmigración descontrolada, pérdida de la identidad nacional, burocracia de Bruselas...–, el ex presidente de la República considera que el acuerdo de Schengen no funciona y que es conveniente revisarlo. “Hay que reemplazarlo por un Schengen II, al que los países sólo podrían adherirse después de haber adoptado una misma política de inmigración”. Restrictiva, claro.

Mientras países como España e Italia, confrontados a una creciente presión migratoria en sus fronteras exteriores –así en Ceuta y Melilla, como en Lampedusa–, reclaman un mayor compromiso de la Unión Europea en un problema que es común, y se enfrentan en este sentido a la indiferencia de Alemania –para quien cada palo debe aguantar su vela–, los países adonde se dirige después gran parte de esta corriente migratoria parecen menos preocupados por las fronteras exteriores que por las interiores.

El último informe de la agencia europea encargada de la cooperación en materia de control de las fronteras exteriores, Frontex, presentado la semana pasada, constata un notable incremento de la presión migratoria y de la entrada de inmigrantes ilegales. Según sus cálculos, el año pasado entraron irregularmente en Europa 107.400 personas –entre ellas, 25.000 sirios–, un 48% más que el anterior. mientras que las peticiones de asilo –354.000– aumentaron asimismo un 30%. Y una vez en Europa, ¿qué hacen? ¿dónde van? El mismo informe apunta que el mayor incremento de extranjeros presentes de forma clandestina se ha dado en Francia (+26%) y en Alemania (+24%)

Si Sarkozy denuncia Schengen –en línea con lo que plantea su partido, la UMP, pero aún más radical– es porque, a su juicio, el sistema actual permite “a un extranjero penetrar en el espacio Schengen y después, una vez cumplida esta formalidad, escoger el país donde las prestaciones sociales son más generosas”. “No hemos querido Europa –añade– para que se organice un 'dumping' social y migratorio en detrimento casi sistemático de Francia”. Porque a ver, ¿dónde si no van a querer instalarse los inmigrantes? ¿Qué otro destino puede ser mejor, si hasta los alemanes, para subrayar el colmo de la dicha, hablan de ser “feliz como Dios en Francia”? El temor a ser invadidos por una marea de extranjeros, incluidos aquí los comunitarios, ha arraigado fuertemente en los franceses. Cuando no es el “fontanero polaco” –la amenaza esgrimida en la campaña del referéndum europeo del 2005–, son los gitanos del Este, los 'roms'...

Pero los franceses no son los únicos. Los británicos no van a la zaga. El temor a una avalancha de trabajadores rumanos y búlgaros a partir del 1 de enero de este año fue esgrimida meses atrás por el primer ministro, David Cameron, y sigue presente en el discurso del Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP). El problema aquí, sin embargo, no es Schengen. Basta acercarse a la Gare du Nord, en París, y ver las alambradas que protegen las vías del Eurostar para comprobar que el problema de la inmigración supera las fronteras.


“Monseñor Ébola lo arregla en tres meses”

A sus 85 años –de los cuales ha pasado 30 en los bancos del Parlamento Europeo clamando contra Europa–, Jean-Marie le Pen mantiene intacta su natural inclinación a la provocación. La última atañe a la cuestión de la inmigración. Hablando del problema de la “explosión demográfica” en el mundo y las consecuencias que ello puede tener sobre los flujos migratorios hacia Europa, el fundador y presidente de honor del Frente Nacional proclamó: “Monseñor Ébola puede arreglar esto en tres meses”, en alusión a la enfermedad infecciosa que está rebrotando de forma alarmante en el oeste de África. El comentario de Le Pen suscitó las lógicas críticas en Francia, pero también fuera. El populista holandés Geert Wilders –aliado del FN en estas elecciones– lo juzgó “ridículo” y se felicitó de que al frente del partido esté hoy su hija.







No hay comentarios:

Publicar un comentario