El Roude-Léiw, que en luxemburgués –la lengua germánica
hablada en Luxemburgo– significa León Rojo, realiza cruceros de recreo en la
zona fronteriza del río Mosela. En sus escalas figura la ciudad de Schengen,
que da nombre a los acuerdos –firmados en 1985 y 1990– por los que se estableció
la libre circulación en Europa y la supresión de las fronteras interiores.
Veintiséis países forman parte hoy del llamado Espacio Schengen, todos los de
la Unión Europea –salvo el Reino Unido, Irlanda, Bulgaria, Rumanía, Chipre y
Croacia– más Noruega, Islandia, Suiza y Liechtenstein. La presidenta del
partido de ultraderecha francés Frente Nacional (FN), Marine Le Pen, subió el
16 de mayo al Roude-Léiw y, una vez a las puertas de
Schengen, cogió un ejemplar del tratado y lo tiró simbólicamente a una
papelera. “La desaparición total de las fronteras es una de las faltas más
criminales de la Unión Europea”, sentenció.
Schengen... Probablemente, la mayoría de los ciudadanos
europeos no sabe exactamente qué significa tal nombre. Pero en algunos países
de la UE es presentado como monstruo de cien cabezas, origen de todos los
males. Y fundamentalmente uno: la inmigración extranjera. Así lo esgrime la
extrema derecha, los grupúsculos soberanistas e incluso una parte de la derecha
republicana. El ex presidente Nicolas Sarkozy, siempre dispuesto a jugar en las
fronteras ideológicas del Frente Nacional, publicó ayer en Le
Point una tribuna con motivo de las elecciones europeas en la que la
propuesta más llamativa era justamente la suspensión inmediata del tratado de
Schengen.
En su artículo, pretendidamente europeísta pero en el que
revisita todos los hits del discurso euroescéptico
–inmigración descontrolada, pérdida de la identidad nacional, burocracia de
Bruselas...–, el ex presidente de la República considera que el acuerdo de
Schengen no funciona y que es conveniente revisarlo. “Hay que reemplazarlo por
un Schengen II, al que los países sólo podrían adherirse después de haber
adoptado una misma política de inmigración”. Restrictiva, claro.
Mientras países como España e Italia, confrontados a una
creciente presión migratoria en sus fronteras exteriores –así en Ceuta y
Melilla, como en Lampedusa–, reclaman un mayor compromiso de la Unión Europea
en un problema que es común, y se enfrentan en este sentido a la indiferencia
de Alemania –para quien cada palo debe aguantar su vela–, los países adonde se
dirige después gran parte de esta corriente migratoria parecen menos
preocupados por las fronteras exteriores que por las interiores.
El último informe de la agencia europea encargada de la
cooperación en materia de control de las fronteras exteriores, Frontex,
presentado la semana pasada, constata un notable incremento de la presión
migratoria y de la entrada de inmigrantes ilegales. Según sus cálculos, el año
pasado entraron irregularmente en Europa 107.400 personas –entre ellas, 25.000
sirios–, un 48% más que el anterior. mientras que las peticiones de asilo
–354.000– aumentaron asimismo un 30%. Y una vez en Europa, ¿qué hacen? ¿dónde
van? El mismo informe apunta que el mayor incremento de extranjeros presentes
de forma clandestina se ha dado en Francia (+26%) y en Alemania (+24%)
Si Sarkozy denuncia Schengen –en línea con lo que plantea su
partido, la UMP, pero aún más radical– es porque, a su juicio, el sistema
actual permite “a un extranjero penetrar en el espacio Schengen y después, una
vez cumplida esta formalidad, escoger el país donde las prestaciones sociales
son más generosas”. “No hemos querido Europa –añade– para que se organice un 'dumping' social y migratorio en detrimento casi
sistemático de Francia”. Porque a ver, ¿dónde si no van a querer instalarse los
inmigrantes? ¿Qué otro destino puede ser mejor, si hasta los alemanes, para
subrayar el colmo de la dicha, hablan de ser “feliz como Dios en Francia”? El
temor a ser invadidos por una marea de extranjeros, incluidos aquí los
comunitarios, ha arraigado fuertemente en los franceses. Cuando no es el
“fontanero polaco” –la amenaza esgrimida en la campaña del referéndum europeo
del 2005–, son los gitanos del Este, los 'roms'...
Pero los franceses no son los únicos. Los británicos no van
a la zaga. El temor a una avalancha de trabajadores rumanos y búlgaros a partir
del 1 de enero de este año fue esgrimida meses atrás por el primer ministro,
David Cameron, y sigue presente en el discurso del Partido por la Independencia
del Reino Unido (UKIP). El problema aquí, sin embargo, no es Schengen. Basta
acercarse a la Gare du Nord, en París, y ver las alambradas que protegen las
vías del Eurostar para comprobar que el problema de la inmigración supera las
fronteras.
“Monseñor Ébola lo arregla en tres meses”
A sus 85 años –de los cuales ha pasado 30 en los bancos del
Parlamento Europeo clamando contra Europa–, Jean-Marie le Pen mantiene intacta
su natural inclinación a la provocación. La última atañe a la cuestión de la
inmigración. Hablando del problema de la “explosión demográfica” en el mundo y
las consecuencias que ello puede tener sobre los flujos migratorios hacia
Europa, el fundador y presidente de honor del Frente Nacional proclamó:
“Monseñor Ébola puede arreglar esto en tres meses”, en alusión a la enfermedad
infecciosa que está rebrotando de forma alarmante en el oeste de África. El
comentario de Le Pen suscitó las lógicas críticas en Francia, pero también
fuera. El populista holandés Geert Wilders –aliado del FN en estas elecciones–
lo juzgó “ridículo” y se felicitó de que al frente del partido esté hoy su
hija.
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