“No tengo nada
que perder”. Así lo expresó ayer François Hollande durante una entrevista
radiofónica con motivo del segundo aniversario de su elección como presidente
de la República, el 6 de mayo del 2012. “No tengo nada que perder”, dijo. Y
dijo bien. Porque dos años después de su victoria sobre Nicolas Sarkozy, el
presidente francés permanece políticamente instalado en el fondo del abismo.
Con un nivel de confianza por parte de los franceses del 18% y una desconfianza
inaudita del 78% –lo que le convierte en el presidente más impopular de la V
República–, Hollande difícilmente puede ir sensiblemente a peor. Los
especialistas de los institutos de opinión dudan de que, haga lo que haga,
pueda sin embargo ir tampoco sensiblemente a mejor. Su imagen parece
irremisiblemente lastrada por un grave problema de credibilidad: diga lo que
diga, los franceses han dejado de creerle.
Las causas de esta desafección, que pasó una cara factura al
Partido Socialista en las pasadas elecciones municipales, son múltiples. Un
indigesto cóctel integrado por promesas incumplidas, una situación económica
degradada –con un crecimiento átono y un paro que ha superado el 10%–, una
política fiscal asfixiante, una sucesión constante de patinazos por parte del
primer Gobierno –por falta de cohesión y disciplina–, algunos escándalos
notables –en particular, el fraude fiscal del ministro de Hacienda, Jérôme
Cahuzac–, el ridículo del caso Leonarda o la ruptura sentimental con Valérie
Trierweiler tras su affaire con la actriz Julie Gayet
–transmitiendo la sensación de un hombre frío, ambiguo y escurridizo–, que ha erosionado
gravemente su figura política. Y también su imagen personal.
El balance de su gestión, que había hecho del combate por el
empleo la prioridad, se ha saldado con un fracaso. Meses y meses se pasó
Hollande prometiendo que la curva del paro se habría invertido a finales del
año pasado, Esto es, que en lugar de seguir creciendo, empezaría a bajar. Nada
de ello se ha producido, el desempleo apenas ha empezado a estabilizarse. Y
cada vez más franceses tienen problemas para llegar a fin de mes. Ahora,
Hollande anuncia la llegada de un vuelco en la situación económica. Y todo el
mundo mira al cielo...
Si en algo admitió ayer el presidente francés haberse
equivocado –tampoco mucho– fue en “no haber ido más rápido” en
las reformas, olvidando que él siempre había defendido lo contrario como
método. Y que las primeras medidas económicas que adoptó –su “caja de
herramientas”– pronto se demostraron insuficientes.
Dos años después de su elección, que él mismo –en un
arranque de humildad– atribuyó ayer al “fracaso” de su predecesor más a que los
méritos de su propio programa, Hollande aborda la segunda parte de su
quinquenato con una apuesta aparentemente imposible: intentar ganar el favor de
la opinión pública blandiendo las tijeras. En efecto, después de haber
atornillado a los franceses a impuestos –hasta haber alcanzado lo que el propio
presidente considera el límite–, ahora toca apretarse el cinturón y reducir el
gasto público en 50.000 millones de euros durante los próximos tres años, lo
que va a traducirse en la congelación de pensiones, ayudas sociales y los
salarios de los funcionarios.
Para llevar a cabo esta cura de adelgazamiento, que va
acompañada con un aligeramiento de cargas sociales a las empresas para reforzar
su competitividad, Hollande ha elegido como primer ministro a Manuel Valls, el
miembro más apreciado del Gobierno, cuya popularidad más que dobla la del
presidente, pero también más a la derecha. Y que ha tenido que empezar lidiando
con un importante sector del PS que le acusa de traicionar la política de la
izquierda.
Mientras, el presidente quiere intentar recuperarse
políticamente restableciendo un diálogo directo con los franceses. Así, ayer se
estrenó con un ejercicio inusual –una entrevista de una hora en la radio con el
periodista más pugnaz de Francia, Jean-Jacques Bourdin (RMC), incluyendo
preguntas directas de los oyentes–, y con un almuerzo con un grupo de jóvenes
de Villiers-le-Bel, la ciudad de la banlieue norte de
París donde en el 2007 se desencadenó una segunda ola de violencia.
Hollande, que pidió ayer “ser juzgado al final” de su
mandato, sabe que si fracasa en el problema del paro, su reelección es
imposible. Y amagó de nuevo con, llegado tal caso, renunciar a presentarse en
el 2017: “¿Cómo quiere que, al final de mi mandato, si he fracasado, pueda
decir que tengo la solución para seguir?”.
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