Europa será alemana, a
falta de ser suficientemente francesa. Y se construirá a espasmos, a falta de
un horizonte. Las elecciones al Parlamento Europeo, que culminan hoy,
consolidarán la hegemonía política de Berlín. No hay más que ver, para
comprobarlo, la desenvoltura con la que se conduce la canciller alemana, Angela
Merkel, al marcar el camino para la elección-designación del futuro presidente
de la Comisión Europea, que podrá ser –o no– el candidato del partido más
votado, pero a quien ya se le está marcando cómo y con quien deberá gobernar.
La gran coalición entre conservadores y socialdemócratas que rige Alemania va a
trasladarse también a Bruselas, bajo la mirada atenta de la cancillería.
Estas elecciones van a poner a prueba la nueva arquitectura
institucional de la Unión Europea y el reforzado papel del Europarlamento, a quien
corresponde la última palabra en el nombramiento del presidente de la Comisión.
¿Será respetado por los Estados el espíritu –que no la letra, bastante ambigua–
del tratado de Lisboa? ¿O todo seguirá cociéndose de madrugada en las opacas
reuniones del Consejo Europeo? Dicho de otro modo, ¿prevalecerá el objetivo de
reforzar la legitimidad democrática de la Unión o seguirá siendo básicamente un
asunto entre Gobiernos?
El resultado de las elecciones debería también determinar la
línea que debería seguir la política económica para sacar a Europa de la
crisis, recobrar el crecimiento económico –más átono aquí que en ninguna otra
parte del mundo– y disminuir el paro, que en los países del sur alcanza cotas
espeluznante. La izquierda aboga por poner fin a la rígida política de
austeridad impuesta hasta ahora y fomentar la actividad económica con
inversiones, mientras la derecha mantiene la idea de que sólo el saneamiento de
las finanzas públicas y la adopción de reformas estructurales pueden cimentar
un crecimiento sólido y duradero a largo plazo.
Sin embargo, es difícil imaginar que el advenimiento de un
cambio. Los grandes siguen manejando los hilos y los equilibrios de fuerzas en
el seno de la UE van a seguir siendo los mismos. La crisis del euro colocó a
Alemania al frente del timón –al principio, a regañadientes– porque era el
único país con la suficiente potencia y solidez económica para ofrece garantías
de estabilidad y apaciguar a los mercados financieros que amenazaban con hacer
explotar la zona euro. Y en el timón sigue, sin que su socio histórico,
Francia, su cómplice imprescindible en la construcción europea, demuestre el
suficiente peso económico –y político– para corregir este desequilibrio.
Nicolas Sarkozy enmascaró su debilidad bajo el paraguas de Merkozy. François Hollande ni siquiera ha conseguido
eso. Llegado al Elíseo con la promesa de dar un golpe de timón en Europa, el
presidente francés ha tenido que plegarse a la evidencia de que París no tiene
ya la fuerza –ni el coraje– para señalar el camino y marcar el ritmo. En su
competencia económica con Alemania, Francia ha perdido pie y en una década se
ha colocado en una posición subalterna. A nivel político, el rotundo no de los
ciudadanos en el referéndum de la Constitución Europea en el 2005, ha maniatado a los
dirigentes franceses, coartados por una visión defensiva de Europa.
Hablando de la crisis del euro, hace dos años, Jacques
Delors advirtió: “Frente a una crisis, es necesario el bombero, pero también el
arquitecto”. Merkel y Sarkozy, primero, Merkel y Hollande, después,
respondieron como bomberos. Y, en este sentido, la constitución de la Unión
Bancaria –un paso que profundiza la integración de la zona euro– es sobre todo
fruto de la necesidad.
Ahora bien, si algo se echa en falta, es una visión, una
idea, un proyecto de futuro que le dé a Europa el alma de la que carece. No
parece tenerla Angela Merkel, una mujer de la antigua RDA encerrada en una
visión demasiado estrecha y economicista. No la tienen tampoco, desde luego,
los líderes franceses. No hay más que leer las tribunas publicadas en las
últimas semanas por François Hollande (el 9 de mayo) y Nicolas Sarkozy (el 22)
para comprobar hasta qué punto carecen de ideas y las propuestas que ponen
sobre la mesa son siempre, indefectiblemente, alicortas.
El excanciller Helmut Schmidt, artífice junto al francés
Valéry Giscard d’Estaing de los mayores avances de la Unión Europea, emitió un
juicio muy duro al respecto. Aludiendo a los primeros europeístas, dijo:
“Algunas personalidades, hoy desaparecidas, veían lejos. Ni Merkel ni Hollande
se les pueden comparar. Su horizonte de pensamiento no sobrepasa la próxima
elección”.
Francia: pulso entre la derecha y la extrema derecha
François Hollande sólo
tiene una opción: elegir la mejilla en la que prefiere recibir la bofetada del
electorado francés. Los socialistas, que ya recibieron un severo correctivo en
las elecciones municipales del pasado mes de marzo, se disponen a sufrir otro.
Nadie espera ninguna sorpresa. Todos los sondeos vaticinan que el Partido
Socialista (PS) quedará en tercer lugar, con entre el 16% y el 17% de los
votos. Un resultado parecido al del 2009, sólo que esta vez los ecologistas
–que entonces le igualaron– se han desfondado y no puede atribuírseles la
responsabilidad de la derrota. Como atrevido sería cargársela a Manuel Valls,
que no lleva ni dos meses como primer ministro.
En estas circunstancias todo se centra en el pulso por la
victoria que mantienen el principal partido de la derecha, la Unión por un
Movimiento Popular (UMP), y el ultraderechista Frente Nacional (FN), que podría
convertirse por primera vez en el partido más votado en una elección de alcance
nacional. Casi todos los sondeos apuestan por el triunfo de Marine Le Pen, por
un escaso margen de uno o dos puntos. Pero bien podría ser al revés. Para el
ex primer ministro François Fillon, poco importa: “Si nos ganan, tendrá una gran
fuerza simbólica, pero si quedan justo por detrás nuestro, será igualmente
grave”, opina.
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