Mademoiselle Foucaud,
empleada como operaria de una imprenta en París en 1830, no le gustó
nada comprobar que por el mismo trabajo por el que ella recibía 2,5 francos al
día, los hombres cobraban 4. Ante la negativa de su patrón a dejarle trabajar
en el taller masculino, decidió despedirse. Se cortó el pelo, se vistió como un
hombre, regresó a los pocos días y consiguió ser contratada como tal por el
mismo empleador. La anécdota, publicada por el boletín Le Vieux
Papier y rescatada por la historiadora Christine Bard en los
archivos de la Prefectura de París, ilustra una de las principales razones
–aunque no la única– por las que algunas parisinas, entre finales del siglo XIX
y principios del siglo XX, decidían cambiar los hábitos femeninos por los
masculinos.
El problema de Mademoiselle Foucaud y de todas las mujeres
que, como ella, pretendían vestirse como un hombre es que eso estaba
terminantemente prohibido por una ordenanza contra el “travestismo de las
mujeres” dictada por el prefecto de Policía del departamento del Sena, M.
Dubois, el 16 brumario del Año IX de la Revolución, esto es, el 7 de noviembre
de 1800. El futuro emperador Napoleón I, más conocido en la época simplemente
como Bonaparte, llevaba un año en el poder como primer cónsul.
La controvertida ordenanza, que impedía a las parisinas
vestir pantalones, nunca ha sido explícitamente anulada. Ahora, una respuesta
oficial del Ministerio de los Derechos de las Mujeres enviada al Senado el
pasado 31 de enero establece que la norma, en tanto que vulnera el principio de
igualdad de derechos entre hombres y mujeres consagrado en la Constitución,
debe considerarse “implícitamente abrogada” y carece de todo efecto jurídico.
La ordenanza del prefecto Dubois obligaba a las mujeres que
pretendieran vestirse como un hombre a pedir una autorizacion gubernativa, bajo
amenaza de arresto. En principio, sólo motivos de salud –no especificados–
podían dar lugar a obtener el permiso. Posteriormente, en 1892 y 1909 se
extendió la autorización del uso del pantalón en aquellos casos en que “la
mujer sujeta con la mano un manillar de bicicleta o las riendas de un caballo”.
No se sabe cuántas solicitudes se presentaron. La más antigua que Christine
Bard ha podido encontrar data del año 1806 y lleva el número 167. En cambio,
seis décadas después, en 1862, la autorización concedida a Adèle Sidonie Loüis,
artista y música de 36 años, lleva sólo el número 74...
Numerosas han sido las iniciativas para pedir la anulación
de la ordenanza napoleónica. Ya lo hicieron en 1886 un grupo de feministas y en
1969 un concejal de París. Más recientemente, en 2004, dos diputados del
Partido Socialista (PS) y de la Unión por un Movimiento Popular (UMP) pidieron
lo mismo. Como en el 2010 el Partido Radical de Izquierda y el Consejo
Municipal de la capital. En el 2012, en vísperas de la elección presidencial,
el tema volvió a ser puesto sobre la mesa por la asociación feminista Ni putas
ni sumisas... Todo ello sin ningún efecto. Para el Gobierno, que la da por
letra muerta, es ya sólo una “pieza de archivo”. Que ahí sigue, sin
embargo.
La falda como símbolo
Para las francesas del siglo XXI, el pantalón es una prenda
banal. Y los debates sobre la vigencia o abrogación de la ordenanza napoleónica
que los prohibía a las mujeres tan sólo una curiosidad. Hace décadas que las
mujeres francesas adquirieron –se tomaron– el derecho a vestirse libremente y a
utilizar ropa antaño reservada a los hombres. En el año 2013, curiosamente, no
es el pantalón lo que suscita problemas, sino la falda. Las chicas jóvenes que
viven en los barrios de inmigración de las banlieues –donde cohabitan los prejuicios machistas más rancios con el oscurantismo
religioso de nuevo cuño– son insultadas, acosadas o agredidas si osan adoptar
una vestimenta demasiado femenina. Hoy, las feministas reivindican la falda
como una prenda de resistencia frente a la necedad y la reacción.
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