Su risa, franca, abierta,
imparable, ha dado la vuelta a Francia y a medio mundo a través de
internet, ofreciendo una nueva imagen de la ministra francesa de Justicia,
hasta ahora percibida como una persona rígida y más bien malcarada. Pero ha
habido algo más que eso. El ataque de hilaridad protagonizado por Christiane
Taubira en pleno debate parlamentario sobre el proyecto de ley del matrimonio homosexual
–una feliz inflexión en una discusión dura y agria– ha sido sólo la culminación
ruidosa de lo que ha constituido una auténtica revelación. La mayoría de los
franceses, incluyendo en esta categoría a algunos políticos, han descubierto en
las dos últimas semanas la verdadera personalidad –y la indiscutible valía– de
una mujer que hasta ahora no pocos habían menospreciado. Algo que nadie podrá
hacer ya más.
Considerada el eslabón débil del Gobierno nombrado por el
presidente François Hollande, la derecha tomó en seguida a Taubira como su
víctima preferida, una especie de putching-ball sobre el
que descargar su ira por la derrota de Nicolas Sarkozy en las elecciones
presidenciales de mayo del 2012. El talante de la nueva ministra de Justicia,
extremadamente laxista a sus ojos, aparecía como el objetivo ideal. Consciente
de lo que se le iba a venir encima –“Sé que me buscan y esto no se va a parar”,
había vaticinado–, ella aguantó a pie firme.
Aguantó y ha acabado por demostrar que, lejos de ser el
eslabón débil, es uno de los pilares del Gobierno francés, hasta el punto de
que algunos de sus compañeros –entusiasmados por su actuación– le encuentran
ahora fuste de primer ministro. ¿Qué ha pasado para que Taubira, observada con
desconfianza hasta en sus propias filas, concite hoy los elogios de propios y
extraños, incluidos los de la oposición?
La combatividad, la determinación y la solidez mostrada por
la ministra de Justicia en el Parlamento, defendiendo el proyecto del Gobierno
del “matrimonio para todos”, ha impresionado a todo el mundo. Pero menos que su
extraordinaria capacidad oratoria, trufada de citas poéticas o filosóficas,
argumentos jurídicos impecablemente cincelados y brillos de un innegable
sentido del humor. Christiane Taubira empezó apabullando a sus señorías ya
desde su primera intervención, el 29 de enero, cuando pronunció un inspirado
discurso de 40 minutos sin mirar ni una sola nota. Pocos políticos podrían
hacerlo.
Nacida hace 61 años en Cayenne, en la Guyana francesa,
Christiane Taubira, doctora y profesora universitaria de Economía, es una
peculiaridad en la política francesa. Criada con rectitud por una madre
enfermera, en el seno de una familia de 11 hermanos de la que el padre
desapareció un buen día, la hoy ministra siempre fue una alumna brillante y
acabó estudiando Ciencias Económicas y Sociología en la metrópoli. “Comprendí
que era negra al llegar a París”, ha explicado.
Activista en defensa de los derechos de las minorías –su
ídolo de juventud era la norteamericana Angela Davis– y ex militante
independentista, Taubira inició su carrera política en el Hexágono en 1993,
cuando fue elegida diputada en representación de su pequeño partido guyanés
Walwari (abanico). En 1994 se presentó a las elecciones europeas por el Partido
Radical y en 1997, reelegida en el Palacio Bourbon, se integró en el grupo
socialista. Fue en sus filas, en el 2001, cuando ya ofreció la primera muestra
de lo que era capaz, al defender con pasión la ley que reconoció como crimen
contra la humanidad la trata de esclavos.
En el 2002, Christiane Taubira se convirtió en la primera
mujer negra en presentarse a las elecciones presidenciales, donde obtuvo más de
600.000 votos (el 2,3%). Un resultado testimonial si se quiere, pero que le ha
pesado desde entonces como un lastre, pues los socialistas la han acusado
siempre –a ella y a Jean-Pierre Chévenement– de haber contribuido a la derrota
del entonces primer ministro Lionel Jospin frente al líder del Frente Nacional,
Jean-Marie Le Pen. Taubira, en cualquier caso, no repitió la aventura: en el
2007 apoyó a Ségolène Royal y en el 2012 a François Hollande. Probablemente nunca
pensó en ese momento que acabaría siendo ministra de Justicia y defendiendo una
de las reformas sociales de mayor calado simbólico del quinquenato.
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