Es un rincón discreto, encajonado entre las vías del ferrocarril y el cinturón Periférico, en la Porte de la Villette, en el norte de París. Un rincón marginal, fronterizo. No es, sin embargo, un lugar desagradable. Es uno de esos pequeños jardines –un square– con columpios para los críos que la ciudad roba de tanto en tanto al asfalto. Hace sol y la temperatura es veraniega. Pero no se oye a los niños. Desde hace semanas, se concentran aquí, y en los alrededores, unos 400 inmigrantes tunecinos en situación precaria, catapultados a Europa desde la isla italiana de Lampedusa. Todos hombres, entre los cuales seis menores de edad, la mayoría procede de la región próxima a Libia.
Unos tienen papeles –el permiso temporal de residencia concedido por el Gobierno de Silvio Berlusconi a más de 20.000 de ellos para sacarse el problema de encima–, otros no, se marcharon antes de hora. Pero poco importa: ninguno es bienvenido. El corazón de París está a sólo veinte minutos en metro de aquí, pero la distancia es la misma que separa a los sueños de la pesadilla.
“¡Brava Italia! ¡Viva Berlusconi!”, exclama Gilani, en la cuarentena –una edad avanzada, comparada con la edad media de los aquí reunidos, muy jóvenes casi todos ellos–, pero lo hace sin entusiasmo. Más que virotear al Cavaliere, Gilani expresa su frustación por la actitud francesa. “Tenemos documentos italianos, pero con ellos no podemos hacer nada”, se lamenta. Gilani es de los pocos que está dispuesto a hablar, y lo hace –entre alguna mirada de reproche– en italiano. Primera sorpresa: aquí, en el square de la Porte de la Villette muy pocos hablan francés o admiten conocerlo, pese a haber estado Túnez bajo dominación francesa durante 75 años, entre 1881 y 1956. El árabe es moneda corriente.
Nabil, veinte años y estudiante de Geología, originario del sur de Túnez, es de los pocos que habla francés y se muestra dispuesto a conversar con los periodistas, bajo la condición de no tomarle ninguna foto. “Es por mi familia, ¿sabe?”. Nabil –¿es Nabil su verdadero nombre?, su vacilación abona la duda– lleva dos meses en París, durmiendo sobre la hierba, al raso, y comiendo lo que un reducido grupo de tunecinos voluntarios, afincados en la ciudad, les proporciona una vez al día. Hoy había pollo. Nabil no tiene papeles, ni demasiada esperanza de conseguirlos. Vino a Francia en busca de trabajo, en busca de un futuro que no encuentra en su país. Pero Francia se lo niega. “Este es el primer país de los Derechos del Hombre, pero de momento no se ven por ningún lado”, dice, expresando a la vez su incomprensión y fatalismo.
Frustración y cansancio son los sentimientos dominantes, hasta el punto de que unos cuantos de los que han encontrado refugio –si así puede decirse– en el square sólo desean ya regresar a Túnez. Aunque para ello haría falta que alguien se preocupara de facilitar y organizar su retorno. También en Mouldi Miladi, tunecino de nacimiento y francés de adopción –aunque no de nacionalidad– que junto con dos amigos se encarga de alimentar a sus compatriotas, poniendo en práctica la tradición hospitalaria de su tierra, cede al desaliento. Nadie más hace lo que él. Ninguna autoridad pública, ninguna ONG –sólo la organización Francia Tierra de Asilo apareció ayer por primera vez– se ha acercado por el square, como si no quisieran mirar lo que hay debajo de la alfombra. “Esto no puede seguir así –exclama–, o se les expulsa o se les acoge, pero no se puede tener a la gente tirada en un jardín, durmiendo en el suelo”. Sin una estructura que le respalde detrás, Miladi no está lejos de tirar la toalla. “Desde hace varias semanas sólo duermo dos o tres horas al día. Estoy cansado”, se queja.
La abogada Samia Maktouf se ha erigido en la voz de quienes nadie escucha y ha hecho de su causa la suya propia. “Esto es indigno de Europa”, clama la letrada, que reclama que se aplique a los tunecinos el mismo trato que se dió en 2001 a los refugiados de los Balcanes y se les conceda un permiso de residencia. “Estos jóvenes son los que han hecho la revolución, pero en lugar de ser recibidos como héroes se les trata en condiciones infrahumanas”, se insurge Maktouf. Los tunecinos de la Porte de la Villete no se se reivindican refugiados, sin embargo. Sólo aspiran a un trabajo. Y sueñan con la libertad.
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