"Nicolas Sarkozy está metido en arenas movedizas. Si se mueve, se hunde. Si no se mueve, también”. Producto del gracejo de Marine Le Pen –que ha heredado de su sulfuroso padre tanto el extremismo como un agudo sentido de la ironía–, la comparación describe con fatal exactitud la situación del presidente francés. Haga lo que haga, hable o calle, su impopularidad crónica no parece tener remedio. Los franceses, que le votaron masivamente en 2007, dejaron hace tiempo de creer en él.
Visto desde el exterior, y comparado con lo que está pasando en otros lugares, podría parecer inverosímil. Francia, donde el intervencionismo del Estado y el peso del sector público es uno de los mayores de Europa, es uno de los países que mejor ha resistido a la crisis, como celebró el muy liberal The Economist en una insólita portada publicada en mayo del 2009 en la que situaba a Sarkozy en lo alto del podio europeo, como campeón del otrora vilipendiado modelo económico continental.
El empleo en Francia empezó a recuperarse, aunque modestamente, ya el año pasado, en que se crearon entre 120.000 y 160.000 puestos de trabajo –una tercera parte de los perdidos en los dos años precedentes–. Y el índice de paro retrocedió ligeramente, en 0,3 puntos, hasta situarse al final del 2010 en el 9,2% (9,6% si se incluyen los territorios de ultramar), un nivel todavía demasiado alto, pero que se aproxima al que había hace una década y que está a años luz del de España.
El pulso económico, aunque más débil que el alemán, hace meses que abandonó la zona roja. El crecimiento económico se situó el año pasado en el 1,5%, según datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos (Insee), y el Gobierno cree posible alcanzar este año el 2%. En los dos primeros meses del año, la producción industrial apunta al alza (+1,5%), lo mismo que el consumo interno (+0,9%). Las finanzas públicas, por su parte, mejoran a un ritmo por encima de lo previsto: el año pasado se cerró con un déficit público del 7% del PIB, inferior al del año anterior (7,5%) y todavía más bajo que el previsto inicialmente en los Presupuestos del Estado (el 8,2%)
Francia ha aguantado el tirón, además, sin imponer grandes sacrificios. Cierto, se ha retrasado la edad legal de jubilación (¡de 60 a 62 años!) y el Gobierno ha tomado una serie de medidas para reducir el gasto público, entre ellas la amortización de una de cada dos plazas de funcionarios que se jubilan. Los sindicatos llevan tiempo denunciando la progresiva precarización de los servicios públicos. Pero no se ha suprimido aquí apenas ninguna de las numerosas ayudas sociales con que el Estado protege a sus ciudadanos. Mientras en España o en el Reino Unido se ha cortado por lo sano, Francia sigue adelante –casi– como si nada hubiera pasado. Y a cada periodo de vacaciones escolares –y son muchos a lo largo del año– los franceses se lanzan sobre las autopistas y el TGV para irse a la costa o a la montaña como en los mejores tiempos.
A nivel internacional, el febril activismo de Nicolas Sarkozy ha vuelto a colocar a Francia entre el puñado de países que deciden, lo cual ha tenido un cierto efecto de linimento sobre el maltrecho orgullo francés. Si la crisis de Libia ha dejado a Berlín fuera de juego, París la ha aprovechado a fondo para tomar la iniciativa y asumir, junto a Londres, el liderazgo de la intervención militar contra el régimen de Muamar el Gadafi. Es como una reedición del Sarkozy de 2008, cuando aprovechando la presidencia semestral de la UE y la ausencia temporal de Estados Unidos –George W. Bush ya se estaba yendo, mientras que Barack Obama aún no había llegado–, tomó las riendas de la respuesta internacional a la crisis financiera.
Nada de todo esto, sin embargo, absolutamente nada, ha suavizado la áspera mirada que los franceses dirigen al presidente de la República. En la segunda vuelta de las elecciones cantonales del pasado domingo –unos comicios de carácter local, pero con valor de test cara a las presidenciales del 2012–, los franceses infligieron un humillante castigo al partido de Sarkozy, una Unión por un Movimiento Popular (UMP) que lleva tiempo dando bandazos y que se arriesga a perder el voto moderado del centro por disputar el apoyo del electorado popular a la extrema derecha. La derrota de la UMP, que se añade a los fracasos de las municipales de 2008 y las regionales de 2010, ha dado alas al Partido Socialista y ha alimentado al ultraderechista Frente Nacional.
Los sondeos de intención de voto que han aparecido después sobre las presidenciales del año que viene son terroríficos para Sarkozy: todos vaticinan la victoria del candidato socialista, sea quien sea, y la descalificación del presidente francés en la primera vuelta a manos del FN, como le sucedió al ex primer ministro socialista Lionel Jospin en 2002.
La sociedad francesa está descontenta, lleva años así. El clamoroso no en el referéndum que en 2005 tumbó el proyecto de Constitución europea fue la expresión de un profundo malestar, de un arraigado pesimismo, que está lejos de haberse disipado. La elección presidencial del 2007 levantó una gran esperanza en el país. Pero un año después ya se había esfumado. Sarkozy ha defraudado a los franceses. El modo hipertrofiado y desenvuelto de ejercer el cargo, con continuas interferencias de su vida privada; la familiaridad con los ricos y poderosos –traducida en una política fiscal percibida como injusta–, la sucesión inagotable de anuncios y promesas sin resultados tangibles, la deriva populista, en fin, de los últimos meses han arruinado por completo su imagen.
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