El problema de
la integración de los rom, los gitanos procedentes del
Este de Europa –fundamentalmente de Rumanía y de Bulgaria–, vuelve a sacudir la
política francesa como en los mejores tiempos de Nicolas Sarkozy. Poco han
cambiado las cosas desde que, en el 2010, el entonces presidente francés se
hiciera llamar al orden por la Comisión Europea por las expulsiones masivas de roms pese a su condición de ciudadanos europeos. El
nuevo inquilino del Elíseo, François Hollande, ha cambiado las maneras –lo que
no es poco– pero ha seguido con la política sistemática de desmantalemiento de
campamentos ilegales y expulsión de quienes no pueden demostrar medios de
subsistencia: 12.800 el año pasado, sobre un total de 36.800 extranjeros en
situación irregular devueltos a su país.
La organización Amnistía Internacional denunció el pasado
mes de noviembre en un informe el mantenimiento de la política represiva, que
el ministro del Interior, Manuel Valls, aplica con firmeza. “La expulsiones
siguen produciéndose a un ritmo alarmante”, advertía la organización, que
lamentaba que sólo raramente se ofrece a los afectados soluciones para su
realojamiento. Paralelamente, el Consejo de Europa advirtió por su parte
días atrás que, a pesar de algunas mejoras formales, el problema de la
escolarización de los niños gitanos sigue irresuelto, en buena medida a causa
de las expulsiones.
La particularidad de estas comunidades, habituadas a
desplazarse continuamente y a las que nada impide legalmente el retorno a
Francia –sólo deben esperar tres meses–, hace sin embargo que las expulsiones
sirvan para poco más que para mantener más o menos estable su población: entre
15.000 y 20.000 personas, según diferentes estimaciones, que estarían
distribuidas entre más de 500 campamentos.
La ayudas económicas que se otorgaban para favorecer el
regreso al país de origen –de 300 euros por adulto y 100 euros por niño– han
sido suprimidas este año, pues tenían un alto coste y no hacían más que agravar
el problema, al actuar como un reclamo. Pero su supresión no ha cambiado
radicalmente las cosas.
El problema de la proliferación de campamentos rom, y más allá de ellos, también de los gitanos
autóctonos –denomindados administrativamente “gentes del viaje”–, se ha
exacerbado con la llegada del verano y el desplezamiento masivo de caravanas de
nómadas hacia las zonas turísticas de las costas mediterránea y atlántica. En
las últimas semanas han proliferado los incidentes y las declaraciones
polémicas de algunos responsables políticos.
La ciudad de Niza, en la Costa Azul, ha sido uno de los
principales focos de tensión. Ante la ocupación de un terreno municipal de
fútbol por un campamento de gitanos, el alcalde de la ciudad, el ex ministro
Christian Estrosi (UMP), calificó a los ocupantes de “delincuentes” y les
hostigó instalando cámaras de videovigilancia en el campamento. De paso,
difundió una guía para uso de los alcaldes que desearan desembarazarse de este
tipo de vecinos. Paralelamente, el fundador del Frente Nacional (FN),
Jean-Marie Le Pen, aprovechó un desplazamiento a Niza para
abordar la cuestión y lanzar algunas de sus palabras venenosas: el ex líder
ultraderechista calificó la presencia de los rom en la
ciudad de “urticante” y “olorosa”. La organización SOS Racisme ha presentado
sendas denuncias contra ambos.
Impotentes para resolver el problema de la implantación de
campamentos ilegales en su término municipal –los ayuntamientos sólo pueden
actuar en caso de alteración del orden público–, algunos alcaldes han recurrido
a decisiones radicales para llamar la atención y reclamar al apoyo de las
autoridades. Así, el alcalde de Guérande (Loira-Atlántico), Christophe Priou
(UMP), presentó la dimisión y el de Château-d'Olonne (Vendée), Jean-Yves
Burnaud (independiente de derecha), cerró el ayuntamiento durante varios días
como protesta. La presión –y la tensión– es tanto más aguda cuanto que
dentro de pocos meses –en la primavera del 2014– deben celebrarse elecciones
municipales y el descontento de los habitantes de las poblaciones afectadas
puede tener consecuencias políticas.
La sensación de los ciudadanos es que allí donde se asienta
uno de estos campamentos, aumentan los robos. Lo que a veces es verdad, pero no
siempre. Aunque la implicación de roms en actos
delictivos ha aumentado –del 3% al 5,5% de los robos–, ésta sigue relativamente
acotada, según datos del Observatorio Nacional de la Delincuencia y las
Respuestas Penales (Ondrp)
En algunos lugares se han producido ya agresiones violentas,
como en Hellemmes (Norte), cerca de Lille, donde el pasado mes de junio unos
desconocidos lanzaron tres cócteles molotov contra un campamento gitano,
afortunadamente sin causar heridos. En septiembre del año pasado, en la Cité
des Créneaux, de Marsella, los vecinos prendieron fuego a un campamento rom.
El Gobierno considera que el problema podría gestionarse
razonablemente si se aplicara de manera efectiva la ley aprobada en el año
2000, que obligaba a todos los municipios de más de 5.000 habitantes a
habilitar zonas de acampada –de “acogida”, en el lenguaje de la ley–, dotadas
con agua y electricidad, para albergar los campamentos gitanos de forma
civilizada y ordenada.
Ahora bien, trece años después sólo el 52% de estas áreas de
acogida y apenas el 29% de las grandes áreas de paso previstas han sido
habilitadas. El ministro del Interior, Manuel Valls, apuntó el pasado miércoles
la posibilidad de que las prefecturas reciban el poder para obligar a realizar
estas obras a cargo de los presupuestos municipales.
La equívoca actuación de Bucarest
A medias palabras, o con palabras enteras, los políticos
franceses señalan con un dedo acusador al Gobierno de Rumanía, a quien
reprochan no hacer casi nada por la integración de los roms en su propio país a pesar de la ingente ayuda que
recibe de la Unión Europea. El primer ministro francés, Jean-Marc Ayrault,
viajó a Bucarest el pasado día 12 e invitó con buenas palabras a las
autoridades rumanas a dedicar a este asunto los medios necesarios. El ex
secretario de Estado Pierre Lellouche (UMP) se fue menos por las ramas y el
pasado mes de junio calificó a Rumanía de “Estado delincuente” por esta
cuestión. Lellouche reiteró sus palabras por escrito en una carta al embajador
rumano.
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