Su aullido, largo y
profundo, rasga el cielo como el lamento de una bestia herida. En su imperativa
llamada hay algo de angustioso. Una vaga sensación de sobresalto que retrotrae
a los tiempos siniestros en que las bombas caían inmisericordes sobre las
ciudades europeas. De Barcelona a Londres, de Leningrado a Dresde. Cada primer
miércoles de mes, a mediodía, a lo largo de toda Francia miles de sirenas
aúllan al unísono tres veces consecutivas, sin que se vislumbre ninguna amenaza
en el horizonte. Sólo con el fin de comprobar que funcionan correctamente…
Instaladas en 1940, llevan muchos gritos a sus espaldas. Tantos, que ya nadie
les presta atención.
París no fue bombardeada
durante la Segunda Guerra Mundial. Fue una de las pocas grandes ciudades
europeas que escapó a la destrucción. Declarada ciudad abierta, los alemanes
entraron en la capital francesa el 14 de junio de 1940 atravesando los Campos
Elíseos sin pegar ni un solo tiro. El ejército francés, el más numeroso de
Europa, había caído derrotado en tan sólo seis semanas. Cuando, cuatro años
después, los aliados entraron en París, la encontraron intacta. El general
Dietrich von Choltitz, gobernador militar de la ciudad, desobedeció la orden de
Hitler de destruirla y prefirió rendirse. La Historia podría haber sido muy
diferente. ¿Existiría aún la torre Eiffel?
Todo esto queda ya muy
lejos, cada vez más lejos. Los testigos directos de la barbarie que asoló
Europa y Asia entre 1939 y 1945 –y antes España, entre 1936 y 1939- han
desaparecido prácticamente todos y sus hijos no tardarán muchos años en hacerlo
también. La memoria viva se pierde. El recuerdo de la tragedia se va
deshilachando lentamente, imperceptiblemente, hasta quedar reducido a la
vacuidad de la épica militar o la frialdad de los libros de texto. Por eso es
importante que historiadores como los británicos Antony Beevor (“La Segunda
Guerra Mundial”) o Paul Preston (“El holocausto español”) desciendan a lo
concreto para describir, con toda la crudeza, las atrocidades que sufrieron
millones de personas. Para explicar el horror.
Pero no parece ser bastante.
En nuestro engreimiento y arrogancia sin fundamento, las nuevas generaciones de
europeos nos creemos extrañamente a salvo, como si estuviéramos definitivamente
vacunados contra el mal que desangró nuestro continente en la primera mitad del
siglo pasado. Y, sin embargo, el mal sigue ahí, dentro de nosotros. Presto a
desencadenarse a la menor oportunidad que entre todos le demos.
El aullido de las sirenas
está ahí para recordárnoslo.
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