miércoles, 5 de diciembre de 2012

La sirena de los miércoles




Su aullido, largo y profundo, rasga el cielo como el lamento de una bestia herida. En su imperativa llamada hay algo de angustioso. Una vaga sensación de sobresalto que retrotrae a los tiempos siniestros en que las bombas caían inmisericordes sobre las ciudades europeas. De Barcelona a Londres, de Leningrado a Dresde. Cada primer miércoles de mes, a mediodía, a lo largo de toda Francia miles de sirenas aúllan al unísono tres veces consecutivas, sin que se vislumbre ninguna amenaza en el horizonte. Sólo con el fin de comprobar que funcionan correctamente… Instaladas en 1940, llevan muchos gritos a sus espaldas. Tantos, que ya nadie les presta atención.

París no fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Fue una de las pocas grandes ciudades europeas que escapó a la destrucción. Declarada ciudad abierta, los alemanes entraron en la capital francesa el 14 de junio de 1940 atravesando los Campos Elíseos sin pegar ni un solo tiro. El ejército francés, el más numeroso de Europa, había caído derrotado en tan sólo seis semanas. Cuando, cuatro años después, los aliados entraron en París, la encontraron intacta. El general Dietrich von Choltitz, gobernador militar de la ciudad, desobedeció la orden de Hitler de destruirla y prefirió rendirse. La Historia podría haber sido muy diferente. ¿Existiría aún la torre Eiffel?

Todo esto queda ya muy lejos, cada vez más lejos. Los testigos directos de la barbarie que asoló Europa y Asia entre 1939 y 1945 –y antes España, entre 1936 y 1939- han desaparecido prácticamente todos y sus hijos no tardarán muchos años en hacerlo también. La memoria viva se pierde. El recuerdo de la tragedia se va deshilachando lentamente, imperceptiblemente, hasta quedar reducido a la vacuidad de la épica militar o la frialdad de los libros de texto. Por eso es importante que historiadores como los británicos Antony Beevor (“La Segunda Guerra Mundial”) o Paul Preston (“El holocausto español”) desciendan a lo concreto para describir, con toda la crudeza, las atrocidades que sufrieron millones de personas. Para explicar el horror.

Pero no parece ser bastante. En nuestro engreimiento y arrogancia sin fundamento, las nuevas generaciones de europeos nos creemos extrañamente a salvo, como si estuviéramos definitivamente vacunados contra el mal que desangró nuestro continente en la primera mitad del siglo pasado. Y, sin embargo, el mal sigue ahí, dentro de nosotros. Presto a desencadenarse a la menor oportunidad que entre todos le demos.

El aullido de las sirenas está ahí para recordárnoslo.



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