Christine Lagarde ha sido una mujer pionera. Primera mujer -y además, extranjera- en presidir el potente y prestigioso gabinete de abogados norteamericano Baker & McKenzie de Chicago. Primera mujer en dirigir el Ministerio francés de Economía, donde -con cuatro años de mandato- se ha erigido asimismo en una de las titulares más longevas. Y, ahora, primera mujer –y además, no economista- en dirigir el FMI. “Si soy elegida –prometió cuando presentó su candidatura- aportaré toda mi experiencia como abogada, dirigente de empresa, ministra y mujer”. Como mujer, sí. Porque Lagarde, aún sin enarbolar constantemente su condición femenina, está lejos de asumir los códigos de conducta masculinos. Preguntada por la periodista Christiane Amanpour en la ABC sobre la forma que las mujeres tienen de ejercer el poder, respondió: “Inyectan menos líbido y testosterona en la ecuación”. Dama, sí. Pero no de hierro.
Franca, honesta, sensible, reservada y púdica, ajena a los juegos cortesanos y alérgica a las zancadillas en la oscuridad de los despachos, lo que más llama la atención de la trayectoria política –que no profesional- de Lagarde es finalmente su éxito. Inexperta y poco dotada para la camorra, sus inicios en política estuvieron llenos de sobresaltos y tragos amargos. Más de una vez a punto estuvo de quedar tirada en la cuneta. Hasta que llegó la crisis. Y ahí demostró toda su valía. “Las mujeres son como las bolsitas de té –dijo una vez-, revelan su fuerza cuando se las sumerge en agua”.
Christine Lagarde era una reputada, y muy bien remunerada, abogada cuando la política llamó a su puerta bajo la seductora voz de Dominique de Villepin un 30 de mayo de 2005. “¿Puedo tomarme un tiempo para pensarlo?”, preguntó Lagarde al entonces primer ministro que le acababa de ofrecer dirigir el Ministerio de Comercio Exterior. La réplica del jefe del Gobierno francés, según explican Cyrille Lachèvre y Marie Visot en su biografía de la directora del FMI, fue perentoria: “Tómese todo el tiempo que quiera, pero yo no colgaré el teléfono hasta que me dé una respuesta”. Naturalmente, fue sí.
Al dar ese paso, Lagarde cerró la puerta a 18 años de dedicación a la abogacía en Baker & McKenzie, inmenso gabinete multinacional –con 3.750 letrados y 69 oficinas en todo el mundo- en el que empezó a trabajar en 1981 en su delegación francesa y donde fue ascendiendo en el escalafón hasta llegar a ser elegida, en octubre de 1999, con 43 años, presidenta de su comité ejecutivo. Una experiencia que formateó su manera de pensar y que la convirtió a un liberalismo -eso sí, “atemperado”- muy alejado de la tradición intervencionista francesa. En Chicago la recuerdan todavía con cariño y admiración. “Desde que se unió a Baker & McKenzie, Christine Lagarde demostró las cualidades esenciales de un líder excepcional, inteligencia, diplomacia, humanidad, y aún más. Tenía una perspectiva global y se sentía en casa en todas las culturas y países. Sabía escuchar y construir consensos, algo determinante. Era cálida, simpática y abierta, mostrando constantemente buen talante y humanidad”, resume hoy Eduardo Leite, que coincidió con Lagarde en el comité ejecutivo y ocupa ahora la presidencia.
Si Lagarde entró en Baker & McKenzie es porque cuando empezaba fue el único gabinete de abogados, de los varios a los que envió su currículum, que la tomó en serio. La hoy directora del FMI, que había fracasado por dos veces en su intento de ingresar en la elitista Escuela Nacional de Administración (ENA) –cuyos alumnos copan la política francesa y los puestos de dirección del Estado-, había estudiado Ciencias Políticas y Derecho. Y B&M fue el único que le ofreció perspectivas de progreso profesional. Pero, en realidad, su vinculación con Estados Unidos data de antes.
Nacida el 1 de enero de 1956 en París, Christine Lagarde procede en realidad de una familia de clase media de provincias. Su padre, Robert Lallouette, era profesor de inglés en la Universidad de Rouen, y su madre, Nicole Carré, profesora de letras en un instituto de enseñanza media. La mayor de cuatro hermanos, la futura ministra de Economía se crió en la ciudad portuaria de El Havre (Normandía) en el seno de una familia de sensibilidad social-cristiana –su padre tuvo relación con Pierre Mendès-France y Jacques Delors-, que le inculcó los valores de la religión –Christine Lagarde se confiesa creyente- y le proporcionó una educación esctricta.
La disciplina, el valor del trabajo, el sentido del deber y una cierta austeridad integran su carácter desde la infancia. Elegante y muy atenta a su imagen –su pasión por las joyas le ha valido no pocas puyas de la oposición de izquierda-, Lagarde sin embargo se exhibe poco y rehúye los acontecimientos mundanos. Se acuesta tarde –alrededor de medianoche- y se levanta pronto –hacia las 6-, y dedica la primera hora de la mañana a realizar ejercicios de yoga. Con un cuerpo fibroso y espigado de nadadora -mide 1,80-, la directora del FMI sigue una estricta disciplina física. Hace ejercicio regularmente -todavía practica la natación, a la que ha añadido el submarinismo-, no fuma, no bebe alcohol –ni siquiera vino-, no come carne… Sólo se deja tentar por el chocolate.
La vida de la joven Christine Lallouette basculó en 1972, cuando una enfermedad se llevó prematuramente la vida de su padre a los 41 años de edad. Al año siguiente, acaso por necesidad de poner un océano de por medio, cogió las maletas. Tras conseguir su título de bachillerato, con 17 años, cruzó el Atlántico aprovechando una beca del American Field Service (AFS) para estudiar y graduarse en la Holton Arms School de Bethesda, junto a Washington, una selecta escuela femenina por la que pasó Jacqueline Kennedy. La divisa del centro, “Inveniam viam aut faciam” -una frase atribuida al general cartaginense Aníbal cuando se disponía a cruzar los Alpes para lanzarse sobre Roma- es toda una declaración de principios: “Yo encontraré el camino, o abriré uno”.
Christine Lagarde se abrió camino, sin duda, pero no sin sacrificios personales. Su aventura americana en el gabinete Baker & McKenzie en Chicago, que hoy podría juzgarse como una lógica continuidad, le supuso separarse de sus hijos, Pierre-Henri y Thomas, a quienes -todavía de corta edad- dejó en Francia junto a su padre, Wilfrid Lagarde, con quien contrajo matrimonio en 1982 y de quien se divorció pocos años después. La separación de sus hijos, que hoy tienen 23 y 21 años –uno trabaja en Apple y el otro estudia arquitectura-, le inoculó un profundo sentimiento de culpabilidad. Su carrera profesional también se ha cobrado un caro peaje en su vida sentimental. Una segunda relación, con un empresario británico, Eachran Gilmour, a quien conoció cuando trabajaba en Estados Unidos, tampoco sobrevivió. “Los hombres de mi vida han tenido dificultades para aceptar mi éxito”, se lamentó en una ocasión. Desde finales del 2006 mantiene una relación con un empresario marsellés, Xavier Giocanti, que deberá afrontar ahora la exigente y arriesgada prueba del alejamiento.
De regreso en Francia, en 2005, la superabogada de Chicago devino de la noche al día una novicia de la política, donde sus primeros y balbucientes pasos estuvieron plagados de tropiezos y contratiempos. Su franqueza, vista como falta de sutileza política, le causó enormes disgustos. Su manera de pensar, a la anglosajona, también. Sucesivos patinazos le acabaron granjeando el sobrenombre de “Madame La Gaffe”.
Tras dos años en el Ministerio de Comercio Exterior, una vez elegido presidente de la República, Nicolas Sarkozy -con quien comparte una sincera admiración por Estados Unidos- la rescató en 2007 para conducir la cartera de Agricultura. Sólo duró un mes. La remodelación del Gobierno causada por la salida a Alain Juppé tras su derrota electoral en las legislativas de junio de ese año, la catapultó a Bercy. “Es un Ferrari”, dijo de ella elogioso el presidente francés tras atribuirle el Ministerio de Economía. El principio, sin embargo, fue duro. Y Sarkozy estuvo tentado en varias ocasiones de prescindir de ella. Hasta que explotó la crisis financiera en 2008.
Lo mejor de la abogada Christine Lagarde se destapó ahí. Sus contactos internacionales –fue la única personalidad francesa a la que el entonces secretario del Tesoro norteamericano Henry Paulson, al que llama Hank, se le puso al teléfono- y su absoluto dominio del inglés –una competencia que escapa a numerosos políticos franceses- revelaron su auténtico valor a un Sarkozy anonadado por la complicidad que su ministra estableció con el entonces presidente norteamericano George W. Bush en una reunión crucial celebrada en octubre de ese año en Camp David.
No se trata, desde luego, sólo de una cuestión de contactos y de capacidad lingüística. Su inteligencia, su capacidad de trabajo, su rigor, su resistencia, su disposición a escuchar, su falta de arrogancia, su habilidad para conciliar posiciones enfrentadas, su vocacional optimismo… han hecho de Lagarde estos dos últimos años una pieza clave en las negociaciones multilaterales para evitar un crack mundial, primero, y para salvar la zona euro, después. Aptitudes que va a seguir necesitando, y mucho, al frente del FMI. En plena tormenta financiera, bajo la presidencia francesa de la Unión Europea , Lagarde pasó una ficha con varios consejos a sus homólogos europeos sobre la forma de abordar y conducir las reuniones para extraer el máximo provecho. La última recomendación era: “Conservar la sonrisa”.
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