domingo, 17 de julio de 2011

El síndrome de Astérix

Estamos en el año 52 antes de Cristo. Casi toda la Galia está ocupada por los romanos. ¿Toda? ¡No! Un ejército de 80.000 hombres procedentes de diversas tribus coaligadas y liderado por el carismático jefe Vercingétorix resiste todavía al invasor, acantonado en Alesia. Pero entre sus filas no hay ningún Astérix ni Obélix, ni ningún druida con una poción mágica. Al mando de una docena de legiones, el futuro emperador Julio César pone sitio a la ciudad y al cabo de varias semanas y de duros combates inflige una derrota definitiva a los rebeldes galos. Se acabó. Algunos choques esporádicos después, la pax romana se impone inexorablemte en la Galia.

La batalla de Alesia es un momento fundador de Francia, que empieza a nacer justamente en el momento en que entierra sus raíces. Elevado al altar de los mitos patrios a partir del siglo XIX, la figura de Vercingétorix se ha integrado en la leyenda nacional francesa cual padre fundador, como si no hubiera sido justamente su derrota la que dio nacimiento a la futura nación francesa. Francia, su cultura y su lengua, son más romanas que galas. ¿Quién hablaría hoy francés si hubieran vencido los bárbaros?

El “síndrome de Asterix”, al que alude el ensayista Alain Minc en su personal “Una historia de Francia” –que arranca con un capítulo significativamente titulado “La suerte de ser colonizado”-, lo debe casi todo a Napoleón III. El emperador fue quien impulsó el culto nacional a los ancestros galos, presentados como la quintaesencia del espíritu patriótico. Y a él se deben las excavaciones arqueológicas emprendidas entre 1860 y 1865 en Alise-Sainte-Reine, en Borgoña, declarada oficialmente desde entonces como el emplazamiento original de la antigua Alesia. “La Galia unida, formando una sola nación, animada por el mismo espíritu, puede desafiar el Universo”, reza la inscripción grabada en la base de la gran estatua erigida allí en memoria de Vercingétorix.

Un gran museo-parque, destinado a alimentar el mito –y de paso atraer el turismo nacional-, debía haberse inaugurado esta primavera en Alise-Sainte-Reine, impulsado por el consejo general del departamento de Côte-d’Or. Aplazada la apertura a la primavera del 2012 por problemas en la obra, la fiesta pretende ser aguada por unos cuantos insumisos que rechazan la localización oficial del sitio histórico.

Candidaturas a albergar Alesia ha habido varias a lo largo del siglo XIX y XX. Pero la más correosa ha sido sin duda la que forman Syam y Chaux-des-Crotenay, en el Jura, que han conseguido volver a remover recientemente –a través de libros y reportajes- esta vieja polémica. Los defensores de esta opción sostienen que ninguno de los restos hallados en Alise-Sainte-Reine son concluyentes y alegan, basándose en los estudios realizados a partir de los años sesenta por el arqueólogo André Berthier –que comparó las descripciones de Julio César en Bello Gallico con la cartografía militar-, que Alesia estaba a orillas del Lemme y el Saine y no del Oze y el Ozerain.

Disputa de campanario, la querella deja traslucir sin embargo un renovado interés por las raíces francesas y los fundamentos históricos de la identidad nacional, colocada en el centro del debate por Nicolas Sarkozy en 2007. Y, en este contexto, por la legendaria figura del galo irreductible, a la que el Gobierno francés ya recurrió hace dos años en una campaña institucional en defensa de su política de disuasión nuclear. Esto es, de la bomba atómica. En aquella ocasión no fue Alesia el símbolo escogido, sino Gergovie, una batalla precedente en la que Vercingétorix venció y humilló a César.

Aún romanizados, hay quien observa –o cree ver- en los franceses de hoy algunas inclinaciones heredadas de aquellos galos tan bravos y belicosos como brutos, incultos y supersticiosos. Desconfiados y temerosos, siempre a la defensiva, contestatarios, insumisos, individualistas, parapetados en sus certidumbres y en sus miedos, orgullosos de su diferencia y con la acusada sensación de estar solos –y tener razón- frente al resto del mundo… así son, o así parecen, los franceses. La presencia de estos rasgos de la personalidad colectiva es designada como el “síndrome de Astérix”. Hay que admitir que, a veces, algunos de sus debates parecen a la mirada extranjera tan incomprensibles como a los legionarios de los campamentos de Babaorum, Laudanum y Petibonum las extravagantes costumbres de la aldea gala imaginada por Goscinny y Uderzo.

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