jueves, 25 de agosto de 2011

Playas de París

Espina dorsal de la ciudad, París no se puede entender sin el Sena. Nacida en medio del agua, sobre un puñado de islas unidas por puentes de madera, la villa de la antigua tribu gala de los parisii , devenida la capital de Francia, ha respirado históricamente al ritmo del río, fuente de vida, de riqueza… y también de peligros. Fue remontando el Sena como llegaron a París las hordas de vikingos que asediaron la ciudad entre 885 y 886, pillando todo lo que pudieron pillar y masacrando a todos aquellos infortunados que no pudieron encontrar refugio. Otros asedios y otras penurias vendrían en los siglos que siguieron, pero París siempre habría de salir a flote.  Fluctuat nec mergitur: movida por las olas, fluctúa pero no se hunde, reza la divisa escrita en su blasón, donde un barco de vela recuerda sus raíces fluviales. Sus orígenes, pero también su presente.

Vía de comunicación natural, el Sena ha sido desde la Antigüedad canal de una intensa actividad comercial. En sus muelles atracaban barcos mercantes con todo tipo de productos y en sus riberas latía el pulso de la ciudad. El río, colonizado por mercaderes y artesanos, era el centro de la vida ciudadana. Los parisinos acudían a sus orillas a comprar, a deambular entre los tenderetes, a lavar su ropa en alguno de los barcos especializados en lavado y blanqueo –estaba prohibido hacerlo por libre-, a pescar, a bañarse, a participar en los numerosos festejos que allí se organizaban, a pasear…

La actividad económica sigue siendo hoy muy importante. A riesgo de provocar sonrisas condescendientes, cabría recordar que París es una ciudad portuaria. Uno de los puertos fluviales más importantes del continente, para ser precisos, con un tráfico de 20,8 millones de toneladas de mercancías –hay incluso una terminal de contenedores- y siete millones de pasajeros al año, la mayoría embarcados en los típicos bateaux mouches y similares que pasean a las masas de turistas que visitan la ciudad.

Saturadas por la actividad humana, las riberas del Sena fueron progresivamente despojadas de sus colonizadores sedentarios a mediados del siglo XVIII, época en la que desaparecieron también las casas que poblaban los puentes desde la Edad Media. El río sigue siendo hoy, pese a todo, un barrio muy particular: a lo largo de sus riberas hay amarradas unas 500 barcazas residenciales, las célebres peniches, símbolo de un modo de vida bohemio para disfrutar del cual se pagan hoy sumas millonarias.

La llegada de los tiempos modernos y el imperio del coche –que ha ocupado con vías rápidas una buena parte de la fachada fluvial de la ciudad- han limitado las zonas accesibles al río. Pero aún y así, el Sena sigue siendo un termómetro de París.

Fríos y grises en invierno, aunque hollados permanentemente por parejas de enamorados y turistas –unos y otros, siempre dispuestos a afrontar los elementos- , los muelles del Sena reviven como un jardín con los primeros y cálidos soles de primavera. Los parisinos se vuelcan entonces de nuevo en el río, adonde acuden a pasear, tomar el fresco, reunirse con los amigos, hacer pic-nic –a la francesa, con vino y champagne- o improviSensar alguna fiesta. La versión  parisina del botellón ha de buscarse aquí, en los muelles del Sena entre Notre Dame y el Jardin des Plantes, así como en el muy de moda Canal Saint-Martin y el Bassin de la Vilette. Son las Ramblas de París…

La reconquista del río culmina en verano con la operación Paris Plages, un invento del alcalde de la ciudad, el socialista Bertrand Delanoë, que este año cumple su décimo aniversario. Durante un mes, entre el 21 de julio y el 21 de agosto, los vehículos son expulsados de la vía rápida Georges Pompidou, en la rive droite, cuya calzada es transformada en una playa virtual donde no falta la arena -6.000 toneladas-, las hamacas, las sombrillas, las palmeras, los chiringuitos, zonas de ducha y de baño, juegos infantiles, actuaciones musicales y animaciones varias… Una antesala del proyecto municipal de recuperar para los paseantes  4,5 hectáreas de sus riberas.

Lo único que falta en Paris Plages es al mar. Y en cierto modo el propio río, que ofrece a la vista su brillante lámina de agua y su refrescante brisa, pero donde uno no se puede zambullir. Hace mucho tiempo que el Sena perdió la transparencia que elogiara en el siglo IV el emperador Juliano –“el río suministra un agua muy agradable y muy pura, tanto para ver como para beber”, escribió el César de las Galias cuando dirigía las guerras contra los germanos desde la antigua Lutecia. Y si bien el agua que sale de los grifos sigue siendo tomada de su curso, el baño está estrictamente prohibido.

Antaño, los parisinos –incluido, entre ellos, el buen rey Henri IV- solían nadar en el Sena, preferentemente en los alrededores del actual puente de Sully, junto a la isla de Saint-Louis, una costumbre que se mantuvo hasta más allá de 1923, cuando el baño fue oficialmente prohibido. Pese a las multas, los habitantes de la capital se siguieron zambullendo en el río hasta principios de los años sesenta, cuando el aumento del tráfico fluvial y la contaminación les acabaron expulsando. Hoy, la contaminación se ha reducido considerablemente, pero la turbiedad de las aguas y el constante paso de embarcaciones siguen convirtiendo el chapuceo en una actividad peligrosa.

Los únicos que nadan en el Sena son los peces, que han recolonizado el río en los últimos años después de haber estado al borde de la extinción. En la actualidad, en París pueden encontrarse una treintena de especies, para júbilo de los pescadores. Eso sí, por el momento, nadie osa comérselos.

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