“Para hacer poemas no se bebe agua”, cantaba la francesa Barbara
en los albores de los años setenta, cuando reivindicar el poder embriagador de
la absenta -“esos alcoholes de oro que nos emborrachan el corazón”- suponía una
cierta transgresión. Prohibida en Francia durante casi un siglo, de 1915 al 2011
–aunque fue de nuevo parcialmente tolerada a partir de 1988-, en aquella época
la absenta se destilaba todavía clandestinamente y era bebida por un puñado de
nostálgicos. La leyenda negra atribuía a este brebaje, que puede alcanzar los 72º
de alcohol, toda suerte de poderes maléficos, el principal de los cuales era el
de destruir la poca o mucha cordura de quien lo bebía. La causa: una molécula
euforizante llamada tujona, de la familia del cannabis, presente en el ajenjo…
“La absenta se elabora a partir de la destilación de una
decena de plantas medicinales. ¿Se vuelven malas sólo por pasar por el
alambique?”, pregunta socarronamente Jean-Paul, quien explica con pasión su
compleja composición –en la que no pueden faltar ni la planta de la absenta ni
el anís- y su proceso de elaboración. “Dicen que uno se vuelve loco a partir de
la copa número 50, así que lo prudente es detenerse en la 49…”, añade.
Beber una copa, desde luego, no altera el juicio. Y si uno
cierra los ojos diría que está bebiendo el célebre pastís, su primo hermano. De
color verde pálido y de natural amargo, la absenta también se bebe mezclada con
agua, a razón de entre tres y cinco partes de agua por una de licor y, en
función del gusto de cada cual, se añade una pizca de azúcar. La liturgia
tradicional consiste en hacer caer agua helada –almacenada en una fuente de
cristal con hielo, dotada de grifos- sobre un terrón de azúcar depositado en
una cuchara especial que reposa sobre la copa donde se ha vertido previamente
la absenta.
Elaborada tradicionalmente en el cantón suizo de Neuchâtel y
en la región francesa del Franco Condado, la absenta se popularizó como
aperitivo entre finales del siglo XIX y principios del XX. Y en el París de la
bohemia pronto se convirtió en la bebida de referencia de poetas y artistas.
Verlaine, Baudelaire y Rimbaud eran bebedores asiduos, como después lo serían
Picasso y Hemingway. Pintores como Manet y Degas le dedicaron cuadros, y se dice
que Van Gogh se cortó la oreja a resultas de una borrachera verde…
Popular, muy popular, era la absenta. Y barata, más barata
que el vino. Lo que sin duda propició una alianza contra natura entre las ligas
anti-alcohol y los viticultores para conseguir su prohibición. En Suiza, donde se
puso fuera de la ley cinco años antes que en Francia -en 1910-, un estremecedor
parricidio fue atribuido al efecto nocivo de la absenta y precipitó su interdicción.
“Los productores de vino querían acabar a toda costa con esa competencia”,
apunta Francis Martin, hijo y nieto de destiladores en Val-de-Travers, donde la
tradición se mantuvo a pesar de todo de forma ininterrumpida.
Hoy los tiempos de la prohibición y la clandestinidad quedan
atrás. La absenta ha perdido su legendaria mala fama e incluso se ha
convertido, en su tierra natal, en el motivo de una ruta turística… Tampoco
queda mucho del París bohemio. Pero si alguien quiere beber una buena absenta,
a la manera antigua y en un local de la época, no tiene más que subir a
Montmartre y buscar en una empinada calle no muy lejos de Pigalle el
restaurante Le Bon Bock, el más antiguo del barrio. Abierto en 1879, el mismo
año en que La Marsellesa se convirtió en el himno nacional de Francia, el
establecimiento ha mantenido la decoración original y conserva una seductora
atmósfera decimonónica. Una vez dentro, el tiempo se detiene. Las hadas no
andan lejos…
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