“¿Cuánto?”. A
partir de ahora, la formulación de esta pregunta puede causar en Francia serios
disgustos a quienes –en su mayoría, hombres, pero también algunas mujeres– sean
cogidos in fraganti en el momento de contratar o disfrutar del sexo de pago.
Así lo prevé la nueva ley de “lucha contra el sistema prostitucional” (sic) aprobada
ayer por la Asamblea Nacional, que descarga a las prostitutas de toda
responsabilidad penal –vender el propio cuerpo no será delito– y la traspasa a
los clientes, a quienes se prohíbe la compra bajo pena de una multa. La sanción
será de 1.500 euros y de 3.750 en caso de reincidencia, eventualmente
acompañada de un cursillo de sensibilización.
La proposición de ley, que deberá ser discutida y aprobada
por el Senado antes de su entrada en vigor, fue aprobada por una clara mayoría
de 268 votos contra 138. Pero detrás de este contundente apoyo, esencialmente
procedente de la izquierda, se esconde una división que trasciende las
diferencias de partido. Ayer, un total de 79 diputados de todos los partidos se
abstuvieron y 92 eludieron quedarse en el hemiciclo.
Los socialistas votaron mayoritariamente a favor, aunque
cinco de ellos –como el histórico Jean-Marie Le Guen– lo hicieron en contra y
18 se abstuvieron. El resto de la izquierda apoyó el texto, salvo los
ecologistas, que en su mayoría lo rechazaron. La derecha votó en bloque en
contra, en desacuerdo con la supresión del delito de “incitación pasiva”
introducido por Nicolas Sarkozy para perseguir a las prostitutas y por las
facilidades que se darán ahora a las prostitutas extranjeras para obtener la
residencia, pero once de sus diputados –como la candidata a la alcaldía de
París, Nathalie Kosciusko-Morizet– votaron a favor y 42 se abstuvieron.
La nueva ley pretende también reforzar la lucha contra el
proxenetismo y las redes de trata de mujeres, así como fomentar la reinserción
social y profesional de las prostitutas que quieran abandonar lel oficio, para
lo que el Gobierno promete aprobar un programa dotado con 20 millones de euros.
Pero la decisión de penalizar a los clientes, siguiendo el modelo aplicado en
Suecia, ha sido la que ha centrado el debate, suscitado el rechazo de las
profesionales y generado una viva polémica social y política.
La votación de ayer es un triunfo para la ministra de los
Derechos de las Mujeres y portavoz de Gobierno, Najat Vallaud-Belkacem,
declaradamente abolicionista y una de las más firmes defensoras de la ley, que
se felicitó del voto de la Asamblea y auguró que con este nuevo instrumento se
podrá combatir mejor la prostitución, identificada como una violencia ejercida
sobre las mujeres, y a medio y largo plazo reducir el número de profesionales
que se dedican a ello, cifradas oficialmente –probablemente a la baja– en entre
20.000 y 40.000.
La nueva ley, sin embargo, es percibida con enorme suspicia,
cuando no aversión, por los sectores más directamente concernidos. De entrada
las prostitutas independientes, agrupadas en el Sindicato de Trabajadoras del
Sexo (Strass), que reivindican la libertad de ejercer el oficio sin que se persiga
a sus clientes y se ponga en peligro su modo de vida. Y también las
organizaciones de salud pública que trabajan sobre el terreno en la prevención
de las enfermedades de transmisión sexual, como Médicos del Mundo, porque a su
juicio la ley empujará a los clientes y a las prostitutas a la clandestinidad,
dejando a estas últimas en una situación de mayor fragilidad. Por no hablar de
los sindicatos de policía y de los agentes encargados de le represión del
proxenetismo, que dudan de la eficacia de la ley y de su posibilidad real de
aplicación, y lamentan la supresión del delito de “incitación pasiva”, que les
permitía detener a las prostitutas y, a partir de ahí, tratar de llegar a sus
proxenetas.
Finalmente, diversos grupos de intelectuales y feministas,
con la filósofa Elisabeth Badinter a la cabeza, se han pronunciado también en
contra por entender que el Estado no debe inmiscuirse en las prácticas sexuales
consentidas de los ciudadanos adultos.
La operación secreta de Hollande
François Hollande fue operado en febrero del 2011 de una
hipertrofia benigna de la próstata. Así lo confirmó ayer oficialmente el
Elíseo, que subrayó en un comunicado que la intervención no requirió ningún
seguimiento médico. Esto es, no se trataba de un cáncer. Si la operación del
presidente francés, en vísperas de declararse candidato al Elíseo, se convirtió
ayer en una noticia nacional en Francia es porque Hollande se preocupó en aquel
momento de guardarla absolutamente en secreto. Y porque una vez elegido se
comprometió a hacer público cada seis meses su estado de salud, por considerar
que cuando se trata del jefe de Estado los ciudadanos tienen derecho a saber si
se encuentra en condiciones de ejercer el cargo. El resultado de los dos
exámenes que ha hecho públicos hasta ahora –en junio del 2012 y en marzo de
este año– no han relevado ningún problema de salud.
Si existe en Francia una preocupación, legítima, sobre el estado
de salud del presidente es porque la historia reciente de la V República ha
estado marcada por engaños y ocultaciones. Georges Pompidou murió en 1974, dos
años antes de acabar su mandato, de una forma de cáncer de huesos –la
enfermedad de Kahler– que había mantenido oculta. Lo mismo que François
Mitterrand, quien en noviembre de 1981 –poco después de ser elegido presidente
de la República– supo que padecía cáncer de próstata, lo ocultó y aún estando
enfermo se presentó a un segundo mandato en 1988. El cáncer le acabó matando en
1996. Recientemente, la ministra delegada de la Familia, Dominique
Bertinotti, reveló públicamente que padece un cáncer de mama desde el pasado
mes de febrero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario