“No abras los labios si no estás seguro de que lo que vas a decir es más hermoso que el silencio”, dice un proverbio árabe. Hermoso, o simplemente interesante, no hace falta ser
muy sagaz para concluir que se trata de una enseñanza largamente desatendida. Hombres y mujeres nos dedicamos desde hace milenios -con desigual ímpetu según las personas, es cierto- a hablar por hablar, como si el silencio fuera una amenaza. Hablar, hablar sin cuento, aún a riesgo de repetir banalidades, parece ser una imperiosa necesidad humana. Una pasión exacerbada hoy por Internet y multiplicada de forma exponencial a través de las redes sociales. Millones de personas en todo el mundo se creen hoy en la obligación de transmitir inmediatamente sus impresiones o pensamientos a toda la galaxia y de atender en correspondencia, en todo momento y al instante, el más mínimo comentario de sus contactos a través de Facebook o Twiter.
Todo lo que a uno le pasa por la cabeza –y a veces lo
que ni siquiera llega a pasarle por ella- no sólo puede,
sino que debe ser volcado en este ensordecedor diálogo universal. Si uno no lo hace, deja virtualmente de existir… Y sin embargo, una ingente cantidad de esos micro-mensajes que
navegan por el ciberespacio, de esos comentarios colgados por los internautas al pié de cualquier artículo o información, son totalmente superfluos. Escribimos muchas veces por escribir, como hablamos por hablar. Sin pensar. ¿Quién tiene tiempo para pensar? Permanentemente conectados al resto del
mundo, distraídos por los miles de mensajes que nos
llegan a través de las pantallas –cada vez más numerosas-, no nos damos tiempo ni espacio para quedarnos con nosotros mismos y nuestros pensamientos. Huimos del vacío digital como huimos del silencio. Basta observar en el metro: quien no repasa obsesivamente su smartphone o su i-Pad, se aísla escuchando su música preferida en su MP3, escudado en sus auriculares.
El compositor japonés Ryuchi Sakamoto se quejaba hace poco de esta saturación sonora.
“Ahora tenemos música por todas partes pero ya no queda tiempo para escucharla de
verdad, para amarla. Es bueno aparcar tanta información y vaciar el cerebro. Es necesario
para crear”. El silencio, el vacío, el tiempo muerto, son imprescindibles para meditar y para
que la reflexión fructifique. “La búsqueda del silencio y de la interioridad van parejos. Estar
confrontado al silencio es estar confrontado a sí mismo. Un paseo en silencio por el
campo, por el bosque o al borde del mar nos coloca en un estado de disponibilidad
absoluta”, remarcaba a su vez en L’Express el antropólogo David Le Breton, autor del libro
“Du silence”. Ahora bien, el mundo de hoy está saturado de ruido. De ruido. De imágenes.
De palabras.
El mundo se acelera a nuestro alrededor y nosotros con él. Asaltados por todas partes y
sin descanso con miles de informaciones, acabamos arrastrados por el torbellino de esta
aceleración, convirtiéndonos en adictos a una falsa sensación de urgencia. Así lo ve el
físico y filósofo Étienne Klein, director de investigación del Comisariado francés de la
Energía Atómica (CEA), quien subraya los inquietantes efectos secundarios de este estado
de permanente hiperactividad y velocidad: “Somos víctimas de una crisis de paciencia. Las
imágenes, los discursos, los acontecimientos que se suceden, este exceso de realidad nos
asedia y nos impide reflexionar sobre lo que sucede realmente”.
Un gurú de las nuevas tecnologías, el norteamericano Nicholas G. Carr, dice algo
parecido. Carr ha convertido en best-seller en Estados Unidos un libro – “The Shalows:
What the Internet is doing to our brains” (“Los superficiales: lo que Internet está haciendo a
nuestros cerebros”)- en el que describe cómo el funcionamiento de la red, con su
multiplicidad de estímulos, está modificando a su vez el funcionamiento de nuestro
cerebro, hasta el punto de volverlo incapaz de concentrar la atención de forma duradera en
una sola cosa. El autor confiesa que empezó a preocuparse cuando se descubrió a sí
mismo inhábil para prestar atención a algo más de dos minutos seguidos, así como para
leer sin dificultad un texto largo. ¿Nos acabaremos volviendo todos idiotas, como sugiere
el título de la traducción francesa (Internet rend-il bête?)?
“Para mí, como para otros, Internet se ha convertido en un medio universal, el conducto de
la mayor parte de la información que fluye a través de mis ojos y mis oídos hacia mi mente.
Las ventajas de tener un acceso inmediato a tan increíble almacén de información son
muchas, y han sido ampliamente descritas y debidamente aplaudidas. (…) Pero este
beneficio tiene un precio. (…) Internet está reduciendo mi capacidad de concentración y
contemplación. Mi mente, ahora, espera recibir la información de la forma en que Internet
la distribuye: en una veloz y emocionante corriente de partículas. Antes yo era un
submarinista en el mar de las palabras. Hoy paso como un rayo sobre la superficie como
un muchacho en una moto acuática”, escribe.
Nuestro cerebro cambia y se adapta a Internet como el de los taxistas londinenses que,
obligados a aprenderse el callejero de Londres, desarrollaron –según demostró un célebre
estudio- la zona del cerebro que gobierna el sentido de la orientación y almacena los
recuerdos. Los neurólogos y los psiquiatras coinciden en señalar que la navegación por
Internet, ese “surfeo” compulsivo de una ventana a otra, activa ciertas partes del cerebro,
mientras deja otras –las de la memoria y el lenguaje- en segundo plano.
No hace falta ser un retrógrado carpetovetónico, alérgico a las nuevos medios de
comunicación, para preocuparse por esta deriva. Militante defensor de Internet como
instrumento de comunicación y de relación social – “Los amigos son localizables sin
problema, las relaciones profesionales son más fáciles, la familia se mantiene unida y el
tiempo ganado permite desarrollarse”, opina-, William Powers, periodista del Washington
Post y autor de otro éxito editorial -Hamlet’s Blackberry- considera también necesario
repensar la forma que tenemos de utilizar las nuevas tecnologías.
“Nuestra preocupación principal –escribe- ya no es estar en contacto, sino anular la
posibilidad de no estarlo. Es vivir en un estado de fusión con el mundo, compartir cada
instante. Evidentemente, es un engaño, pues en realidad no estamos presentes en el
mundo. No miramos más que a través de objetivos y pantallas interpuestas. Hemos
perdido algo esencial que nos hace cruelmente falta: la profundidad. Tanto del
pensamiento como de los sentimientos. Nos quedamos en la superficie de las pantallas
como de nuestras vidas (…) Yo milito igualmente por el vacío, el tiempo muerto, sin los
cuales no hay ninguna esperanza de aburrimiento. Ahora bien, sin aburrimiento no hay
imaginación y, en consecuencia, tampoco creación posible”.
Vehículo incomparable de comunicación, de información y de entretenimiento, Internet es
un instrumento de una potencia colosal… a manejar con tanta cautela como la
nitroglicerina. Una distracción, y el mundo que se ofrece ante nosotros bajo la bandera de
la libertad puede acabar esclavizándonos. Un paso en falso, y el abrumador caudal de
información que se nos echa encima nos vaciará el cerebro a base de saturarlo y de
fragmentarlo. En nuestras manos está evitar ser abducidos por el huracán: basta levantar
regularmente el dedo índice y pulsar la tecla “off”.
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