El tratado de Presbourg, firmado por Francia y Austria en 1805, y el de Tilsit, suscrito con Rusia en 1807, tenían que haber instaurado en Europa la paz napoleónica. Pero la desmesurada y ciega ambición del emperador los arrinconó en un desván de
la Historia. Hoy, Presbourg y Tilsit dan nombre a una discreta calle circular parisina que rodea modestamente la muy orgullosa plaza de Charles de Gaulle, coronada por el impresionante Arco del Triunfo mandado erigir por Napoleón. Más conocida por
L’Étoile (
La Estrella) en razón de su particular configuración, un total de doce avenidas desembocan en esta colosal rotonda, que convierte la plaza de Francesc Macià en un juego de niños. Nudo gordiano del tráfico de París, aventurarse en semejante carrusel –donde los semáforos brillan por su ausencia- requiere experiencia y unos nervios bien templados. Sólo con una equilibrada dosis de prudencia y determinación puede acometerse la entrada en el ruedo y enfrentarse a la multitud de vehículos que te embisten desde todos los lados y se cruzan por delante en todas direcciones.
La humilde calle de Tilsit-Presbourg, situada a su sombra, ofrece a los conductores noveles o reacios al vértigo una alternativa pacífica a la belicosa plaza central, un pausado rodeo jalonado con tranquilizadores semáforos. Eso sí, no hay que tener prisa. Para quienes circulan por los Campos Elíseos en dirección a la plaza hay aún otra posibilidad de evitar el tambor: un discreto y pequeño túnel de dos carriles y techo claustrofóbicamente bajo –poco visible, hay que conocerlo para no saltárselo- que permite atravesarlo
y conectar directamente con la avenida de
la Grande Armée, al otro lado en dirección oeste. Sólo en la embocadura de estas dos avenidas –las dos principales- hay semáforos, con el fin de regular mínimamente el flujo y
ritmo de entrada de vehículos en
La Estrella. No hay ninguno más. Ni en los otros diez cruces ni mucho menos en el interior de la rotonda, donde provocarían un colapso mayúsculo. Es la desregulación la que permite que este nudo viario funcione.
Quien se atreva por primera vez a probar la experiencia ha de conocer un dato esencial: a diferencia del resto de rotondas que en el mundo son y han sido, aquí los coches que entran tienen prioridad. Y no ha de dejarse amedrentar por la inveterada agresividad del conductor parisino. Una vez dentro, es la selva. Algunos amantes de las emociones fuertes le han llegado a coger el gusto y se meten en
L’Étoile por diversión, como quien se sube al Dragon Khan. Así lo describía un conductor en un foro de Internet: “Es muy excitante. Es el único lugar donde se circula aguantando la respiración, armándose de valor y lanzándose a ciegas”. Lo último, más vale no tomarlo al pie de la letra.
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