El hoy candidato socialista al Elíseo, con fama bien merecida de hombre tranquilo y afable, lo ha encajado todo sin pestañear, sin devolver un solo golpe. Con una sangre fría y una elegancia que casan bien con otro de los rasgos más caracteristicos de su personalidad: su horror al conflicto.
Hombre de compromiso, en su larga trayectoria política Hollande ha demostrado una notable capacidad –una vocación incluso– para forjar consensos, siempre en busca de una improbable síntesis en el seno de un partido, el PS, aficionado a sangrientas guerras de clanes. Su forma de ejercer la autoridad –sin una palabra más alta que la otra, siempre con una sonrisa–, su pragmatismo y su espíritu conciliador han contribuido en estos años a fijar esa imagen de flojo, de mediocre. Simpático y aficionado a las bromas, su carácter le aleja del estereotipo del líder carismático, del caudillo. Es, en este sentido, la antítesis absoluta de su rival en las próximas elecciones al Elíseo, el presidente francés, Nicolas Sarkozy.
Sin embargo, debajo de este caparazón de bon vivant se esconde un verdadero animal político. Un hombre que viene de lejos y que ha ido trazando su camino poco a poco, con constancia y obstinada determinación. “¿Hollande presidente? ¡Ni pensarlo!”, exclamó un día con desprecio Laurent Fabius, su eterno enemigo en el partido. El ex primer ministro socialista, al igual que el resto de las liebres del PS, no vio venir la victoria de la tortuga. Y para pasmo de todos, Hollande salió ampliamente triunfador –con el 56,6% de los votos sobre un total de 2,9 millones de electores– en las elecciones primarias del PS para designar a su candidato a la presidencia de la República.
Nacido el 12 de agosto de 1954 en Rouen (Normandía), François Hollande creció en el seno de una familia conservadora, descendiente de protestantes holandeses que en el siglo XVI se refugiaron en Francia huyendo de la persecución religiosa. Su padre, Georges, otorrino de profesión, no ocultaba sus afinidades con la extrema derecha. Educado en los salesianos, el joven François acabaría alejándose de la religión –se confiesa no creyente– y de las ideas políticas del clan.
Hollande se formó entre las élites de la República. Titulado por Sciences Po, la Escuela Nacional de Administración (ENA) y la HEC , una de las más prestigiosas escuelas de negocios de Francia, Hollande inició su breve trayectoria profesional en el Tribunal de Cuentas, antes de abandonar esta vía para hacer carrera política. Su paso por la ENA fue fundamental en su biografía. Allí conoció a algunos de sus más íntimos y viejos amigos, como Jean Pierre Jouyet –actual presidente de la Autoridad de los Mercados Financieros– y Michel Sapin, ex ministro de Economía y uno de sus más cercanos consejeros. En su promoción –que adoptó el nombre de Voltaire–, Hollande coincidió con el hoy ex primer ministro Dominique de Villepin. Y con una compañera de clase de la que se acabaría enamorando: Ségolène Royal, con quien iniciaría una relación que iba a durar casi treinta años y tendría cuatro hijos (Thomas, Clémence, Julien y Flora). Nunca se casaron.
François Hollande y Ségolène Royal empezaron juntos en política. Juntos se incorporaron a principios de los ochenta al gabinete de François Mitterrand en el Elíseo y juntos entraron en la Asamblea Nacional como diputados electos por primera vez en 1988. Hollande se hizo un hueco, a base de tesón, en un feudo de la derecha, la Corrèze , en las tierras dominadas por Jacques Chirac. Hoy es el presidente del Consejo General del departamento, además de diputado, y se ha convertido en un notable de provincias, elogiado por el viejo león gaullista.
La carrera política de la pareja tomó un sesgo en 1992, cuando Royal entró en el Gobierno como ministra de Medio Ambiente. La promoción de su mujer impidió la de Hollande –François Mitterrand no quería a una pareja en el Ejecutivo–, quien a partir de ese momento se dedicó al partido. Portavoz del PS, el inesperado triunfo de la izquierda en 1997 y el nombramiento de Lionel Jospin como primer ministro le aupó a la primera secretaría. Y lo que parecía un cargo interino se acabaría prolongando once años, convirtiendo a Hollande en el primer secretario más longevo después del propio Mitterrand.
El punto negro, el momento más bajo, de esta trayectoria le llegaría en 2005. Firme partidario del proyecto de Constitución Europea –no en vano, Hollande es uno de los hijos políticos de Jacques Delors–, el líder socialista impuso sus puntos de vista en el seno del PS, a costa de una fuerte disputa, pero la victoria del no en el referéndum europeo –a causa del electorado de izquierda– le colocó en una situación muy delicada y puso al partido al borde de la fractura. Hollande salvó la unidad del partido en el congreso de Le Mans en 2006, pero no tuvo la fuerza suficiente para imponer su candidatura al Elíseo de forma “natural”. La brecha la aprovechó su mujer, que se coló en la carrera y ganó contra pronóstico las primarias internas. ¿Fue la venganza de una mujer despechada como sostienen algunas biografías? En cualquiera de los casos, lo cierto es que Hollande había empezado una relación sentimental con la periodista de Paris Match Valérie Trierweiler –su actual compañera–, lo que tras las elecciones presidenciales de 2007 precipitó su separación de Royal.
En ese momento empezó a nacer el nuevo François Hollande. En 2008 abandonó la primera secretaria del partido –que obtuvo Martine Aubry tras una guerra fratricida contra Ségolène Royal– y empezó a preparar, calladamente, su carrera hacia el Elíseo, mientras iniciaba paralelamente una transformación personal. De esta travesía emergió un hombre más delgado, con una imagen más cuidada –pelo teñido, gafas sin montura–. También menos bromista, más grave. Y desembarazado de todo afán de compromiso. Emboscado en un papel subsidiario, el suicidio político de Dominique Strauss-Kahn, el favorito, le abrió finalmente la puerta que tanto se le resistía.
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