Stéphane Hessel es, con 93 años, una auténtica institución en Francia, una leyenda, un símbolo. Nacido en Berlín y naturalizado francés, héroe de la Resistencia –torturado por la Gestapo, estuvo prisionero en varios campos de concentración antes de huir saltando de un tren-, compañero de De Gaulle, coautor de la Declaración Universal de los derechos del Hombre en 1948, Hessel parecía destinado a extinguirse calladamente como un prohombre venerable y respetado.
Sólo que, a veces, las cosas no suceden como cabría esperar. Stéphane Hessel, en el último capítulo de su vida –“El final ya no está muy lejos”, escribe en el arranque de su última obra-, se ha convertido en un fenómeno editorial. Un pequeño opúsculo, un brevísimo panfleto titulado imperativamente “Indignez-vous!” (“¡Indignaos!”), le ha colocado en el primer número de la lista de ventas. El librito, con sólo 14 páginas escritas (fuera de la presentación y de las notas finales del editor) y a un precio de 3 euros, ha vendido ya alrededor de un millón de ejemplares, con un éxito particular entre los jóvenes. Algo insólito en cualquier otro país. Pero no en éste, donde el enojo y el descontento son los sentimientos dominantes desde hace tiempo.
Las ideas expuestas por Hessel han abierto un animado debate. Sus partidarios elogian su capacidad de compromiso, su combatividad, su vocación de agitar las conciencias. Sus detractores –bastante numerosos entre la intelectualidad establecida- le reprochan la simplicidad de sus reflexiones, su falta de propuestas, el enaltecimiento de una protesta vacua. Hay incluso quienes han aprovechado su estela para, subrayando la contradicción, hacerse publicidad: “Nosotros no nos contentamos con indignarnos”, reza el eslogan del anuncio del último libro de Edagrd Morin, “La Voie” (“La Vía”), editado por Fayard, en el que el célebre sociólogo y filósofo -también resistente, por cierto- analiza en 300 páginas los retos del mundo actual y expone toda una serie de propuestas y pistas de acción… Justamente lo que no hace Hessel en su best-seller.
Hessel se indigna. Y llama a las nuevas generaciones a indignarse con él. “La peor de las actitudes es la indiferencia”, sostiene. La indignación, según su concepto, es el primer paso –necesario- para tomar la decisión personal de actuar y comprometerse. Fue la indignación ante la ocupación alemana –explica- la que estuvo detrás de su incorporación a la Resistencia en los años cuarenta. Entonces, según él mismo admite, el enemigo era claramente identificable. Hoy, en cambio, las cosas son menos nítidas.
¿Qué le indigna a Hessel? Básicamente lo mismo que a la legión de sus lectores: el desmantelamiento paulatino de las conquistas del Estado del bienestar –que hunde sus raíces, recuerda, en el programa del Consejo Nacional de la Resistencia-, el poder “insolente y egoísta” del dinero, las crecientes desigualdades entre pobres y ricos, los atentados a los derechos humanos en todo el mundo, el trato dispensado a los inmigrantes y la expulsión de los sin papeles… “A los jóvenes os digo: mirad a vuestro alrededor, encontraréis los temas que justifiquen vuestra indignación”. A elegir.
Hessel ya ha elegido su nueva causa de indignación: la situación de Palestina, a la que dedica uno de los capitulillos de su opúsculo. Es la de Hessel una indignación etimológicamente pura. Un “enojo”, una “ira”, un “enfado vehemente”, un “sentimiento de cólera”. No hay mucho más en esas líneas, escritas en el más crudo blanco y negro. Es una historia de buenos –los palestinos- y de malos –los israelíes-, sin matices. En cierto sentido, típicamente hollywoodiense, aunque pasada por el tamiz de los mitos de la izquierda. En la prosa de Hessel, Hamas, una organización que practica la violencia y que inocula el odio en las mentes de los niños palestinos a través de uno de los programas infantiles de televisión más infames que puedan imaginarse, aparece casi como una hermanita de la caridad. “Ya sé, Hamas, que había ganado las últimas elecciones legislativas, no ha podido evitar el lanzamiento de granadas sobre las ciudades israelíes”, escribe con una ¿candidez? desconcertante. La defensa de la causa palestina obliga, aparentemente, a avalar todo lo que los palestinos hagan… Quienes hacen lo mismo con Israel, con idéntica ceguera, no se equivocan menos.
“Yo pienso, evidentemente, que el terrorismo es inaceptable, pero hay que reconocer que cuando uno es ocupado con medios militares infinitamente superiores a los propios, la reacción popular no puede ser únicamente no-violenta”, añade Hessel, quien advierte no obstante que la violencia está condenada al fracaso. “Decirse ‘la violencia no es eficaz’ es mucho más importante que saber si se debe condenar o no a aquellos que se entregan a ella. El terrorismo no es eficaz”, afirma Hessel como única razón para abrazar la causa de la no-violencia. No es una cuestión de moral, sino de eficacia…
Es el resistente quien aquí habla. Quien ha combatido las armas con las armas, la violencia con la violencia, no puede tener la misma visión de las cosas que quien no lo ha hecho. Probablemente eso explica que Hessel prefiera citar a Jean-Paul Sartre –“No se puede excusar a los terroristas que lanzan bombas, se les puede comprender”, escribe inspirándose en la visión del filósofo existencialista, que durante mucho tiempo justificó el terrorismo- que a Albert Camus, cuando afirmaba: “A partir del momento en que un oprimido toma las armas en nombre de la justicia, es en el universo de la injusticia donde penetra. Y es ahí donde empieza todo el problema”.
Hessel toma partido. Legítimamente. Pero no hace nada más. No hurga en las raíces del problema. No imagina sus posibles salidas. No aporta ninguna idea (inteligente o no). Sólo se indigna. Hessel elude la complejidad. Y si hay algo extremadamente complejo en el mundo desde hace más de medio siglo es el conflicto israelo-palestino. Hay una reflexión del periodista y escritor Jean Daniel que viene aquí muy a cuento. El fundador de Le Nouvel Observateur no se refería con sus palabras ni a Hessel ni al conflicto de Oriente Medio, pero le son totalmente aplicables. De hecho, lo son a todos aquellos que se conforman con alimentar su buena conciencia con una santa indignación y un puñado de eslóganes de pancarta, en lugar de ir al fondo de las cosas, nunca tan simples, nunca tan diáfanas, nunca tan cómodas: “Si uno se contenta con un grito, con una indignación, queda condenado a la incomprensión y a la impotencia”.
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