Una suerte de gigantesca gota de agua, construida en hierro y vidrio, reposa estática frente a la monumental fachada de la populosa Gare Saint-Lazare de París, la primera estación ferroviaria construida en la capital francesa, en 1837. Ríos de gente entran y salen a través de este edículo para acceder a una de las cinco líneas de metro –y una sexta del tren regional RER– que agujerean el subsuelo como un hormiguero.
La gota debió ser brillante y luminosa cuando la inauguraron, a finales de los años noventa, pero hoy aparece sucia y triste. Tan triste y sucia como la histórica bóveda de cristal de la estación, ejemplo de arquitectura de los albores de la Revolución Industrial que tanto fascinó al impresionista Claude Monet. Hoy las locomotoras no arrojan penachos de vapor y el edificio, recién remozado, se ha convertido en una pulcra y banal galería comercial repleta de franquicias estandarizadas. Pero la zona de vías, aún por restaurar, parece detenida en otra dimensión.
La cubierta, ennegrecida por el paso del tiempo, apenas deja pasar la luz. Su aspecto debe ser parecido al que en los años veinte pudo ver Abe North, el músico alcoholizado imaginado en "Suave es la noche" (1934) por Francis Scott Fitzgerald, cuando se plantó “bajo la sucia bóveda de cristal” de la estación a la espera de la atormentada Nicole Diver.
Pocos norteamericanos se ven hoy en Saint-Lazare. Sólo el puñado de turistas que prefiere tomar uno de los trenes que se dirigen diariamente hacia Normandía, para visitar las históricas playas del Desembarco, en lugar de hacer el viaje en coche: entre una hora y media y dos horas por la autopista A-13.
No era el caso en los años treinta, en el vital y agitado periodo de entreguerras, cuando multitudes de estadounidenses y británicos desembarcaban en París por la Gare Saint-Lazare a bordo de lujosos trenes tipo Pullman. “El andén especial de la Gare Saint-Lazare estaba lleno de americanas de piernas largas, brazos cargados de flores raras, con sombreros inverosímiles, pieles sorprendentes, relumbrantes de joyas. La mayor parte sujetaban con una correa perros de raza. Hombres vestidos con abrigos de piel de camello y bufandas multicolores les acompañaban. Transportaban maletas de Hermès o Vuitton. La estación olía bien, a perfume, a lujo y a riqueza”, relataba un testimonio de la época recogido por Daniel Gallagher en su libro “De Ernest Hemingway a Henry Miller. Mitos y realidades de los escritores americanos en París (1919-1939)”.
Louis Vuitton, avispado maletero provincial originario de las montañas del Jura, pronto intuyó que los nuevos hábitos viajeros de las clases pudientes y su gusto por el incipiente mundo de la moda le abría una inmensa oportunidad de negocio. La tienda que abrió en 1880 en la rue Scribe, cerca de la Ópera, se convirtió a partir de entonces en una cita obligada para los ingleses y americanos que viajaban a París en busca de las producciones exclusivas de las grandes enseñas comerciales. La zona de los grandes bulevares, abierta por el barón Haussman a golpes de piqueta bajo la égida del emperador Napoleón III, el gran modernizador, se convirtió en la meca del lujo. Y todavía lo es hoy.
Los ricos americanos e ingleses llegaban en grandes buques transatlánticos a los puertos de Cherburgo y Le Havre –escalas en la ruta de Southampton– y desde allí proseguían en tren hasta París. En los años treinta unos 200.000 estadounidenses y canadienses arribaron a las costas normandas a través de las líneas marítimas –hoy ya desaparecidas– Transatlantique Express y New York Express. Reliquias de aquellos tiempos de grandeza quedan la antigua Estación Marítima Transatlántica de Cherburgo, reconvertida en museo oceanográfico –Cité de la Mer– y la pasarela cubierta, de estilo náutico, construida cuando se renovó el edificio de la estación, entre 1885 y 1889, para unir directamente la Gare Saint Lazare con el lujoso Hotel Terminus, hoy rebautizado Concorde Opéra Paris. La pasarela cayó luego en desuso.
Regalo del último rey de Francia, Louis-Philippe, la Gare Saint Lazare empezó recibiendo el título de “Embarcadero de Europa”. Estaba construida de madera y su emplazamiento se localizaba unos cientos de metros más al oeste de la actual. Inaugurada en 1837 por la reina Amélie –sobrina de María Antonieta, cuando su marido ascendió al trono exclamó “¡Qué catástrofe!”–, de aquella especie de apeadero partió la primera línea férrea de la capital con una población de su banlieue, Saint-Germain-en-Laye.
Hoy, con 27 vías en funcionamiento, 1.600 trenes diarios y 100 millones de pasajeros al año, la Gare Saint Lazare –que recibió esta apelación al ser ligeramente desplazada hasta la calle del mismo nombre en 1842– es la segunda estación más importante de París y de Europa, por detrás de la Gare du Nord, por volumen de tráfico ferroviario. Y si ya no es la primera es porque la creación de la línea A del tren exprés regional RER, en los albores de los años setenta, le sustrajo su línea histórica y una parte fundamental de su clientela. Al margen de los trenes a Normandía, su principal función es hoy vincular a la capital con la periferia oeste.
La mejor vista sobre la Gare Saint-Lazare se obtiene desde la plaza de Europa, enclavada justamente encima de donde se ubicó la primera estación de madera. Recibe el nombre de plaza, cuando en realidad no es más que una plataforma –antaño de hierro y hoy de hormigón– suspendida sobre las vías. Un cruce de caminos. Una encrucijada sobre el vacío. Como una metáfora.
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