Los abuelos de Daniel Hortelano, Dani, 24 años, hicieron el mismo camino en los años sesenta. Abandonaron su pueblo, Cieza, en la Vega Alta del Segura (Murcia), y se fueron a Francia en busca de trabajo. “Ahora nos toca a nosotros, la única diferencia es que nosotros somos licenciados”, constata a la mesa de un café frente a la Gare du Nord de París, a dos pasos de su nuevo domicilio y a cuatro de la agencia de arquitectura y urbanismo en la que trabaja desde finales de marzo. “Nos han expulsado”, dice. Pero no hay fatalidad en su voz. No puede haberla, porque Dani es un pájaro con ganas de volar.
Loco por el baile –“Es algo que no te puedes quitar cuando lo tienes dentro”, confiesa-, era un renacuajo cuando empezó a bailar en el grupo de Coros y Danzas Francisco Salzillo de Cieza, una afición que le abriría las puertas del mundo. De festival folklórico en festival folklórico, por Europa, América y Asia, Dani cogió el gusto a viajar, a conocer otras tierras. Con crisis o sin crisis, estaba llamado a partir.
La crisis, sin embargo, tampoco iba a dejarle otra opción. Estudiante de arquitectura en la Universidad Politécnica de Valencia –carrera de la que sólo le falta presentar el proyecto para terminar-, sus perspectivas profesionales en la España de la explosión de la burbuja inmobiliaria eran poco menos que nulas. “Mis amigos arquitectos están todos trabajando gratis. El ambiente es tan depresivo, está tan mal, que decidí irme fuera”, explica. Dani ya había dado algunos pasos por el extranjero –cursos de Erasmus en Grenoble y París, además de una incursión de ocho meses en Chile con una beca- cuando decidió tomar el avión y recalar en la capital francesa. El 21 de marzo aterrizó en el aeropuerto de Orly cargado de ganas e ilusión. “Vine a la aventura”, remarca.
A la aventura, pero con un valioso talismán en el bolsillo: un RIB. Bajo estas oscuras siglas, correspondientes a Relevé d’Identité Bancaire, no hay otra cosa que un número de cuenta bancaria. Pero en Francia, sin un RIB, uno no es nadie, ni puede hacer nada. Quien haya pasado una temporada en este país sabe lo mucho que cuesta conseguir abrir una cuenta en un banco y hacerse con el preciado RIB. También lo sabía Dani que, previsor, conservó activa la cuenta que abrió cuando estuvo en el curso Erasmus.
Dani pasó dos semanas en casa de una amiga antes de encontrar su domicilio actual: una habitación realquilada por una pareja francesa, Alex y Geraldine –crítico de música él, organizadora de eventos ella- con una niña de 8 años, Lucie, con quienes forma una peculiar familia. “Es un piso típico de París, espacioso, con molduras y una particularidad: tiene un cielo pintado en el techo”, describe. Muchas noches, cuando regresa de trabajar, cena con sus nuevos amigos. “Son gente muy abierta, les gusta mucho viajar y conocer otras culturas”, dice.
Dani ha tenido una suerte loca. Su trabajo, en la agencia de arquitectura y urbanismo AUC, situada en la calle Lafayette, en unos despachos con unas vistas fabulosas sobre París, está muy cerca de su casa. Sólo tiene que dar un corto paseo de cinco minutos caminando para llegar. Su hora de entrada es flexible –“la mayoría llega entre las 10 y las 10 y media”, comenta-, lo importante es hacer las ocho horas y dar salida al trabajo. Normalmente, Dani desayuna en la oficina, donde hay una pequeña cocina. También come allí muchas veces, aunque cuando hace buen tiempo sale con sus compañeros a tomar un bocadillo en las simpáticas riberas del Canal Saint-Martin
Una semana tardó Dani en encontrar su nuevo empleo. Temporal, con contrato de prácticas (stagiaire), pero empleo al fin y al cabo. Uno de los profesores del curso que siguió en la Escuela Nacional Superior de Arquitectura de París, en la Vilette, le dio el contacto de la agencia. Le citaron el 28 de marzo, miércoles, para mantener una entrevista. “Ese mismo día salí con contrato, y empecé a trabajar al día siguiente”, explica, todavía con cierto pasmo. Y añade: “Eso es impensable en España”.
En la agencia, Dani trabaja en uno de los proyectos del Gran París, la edificación de un conjunto de viviendas sociales en unos antiguos terrenos del ferrocarril en el barrio de La Chapelle. Su cometido, en este momento, es proyectar los volúmenes. “¡Estoy super bien! Me dejan proyectar, algo que normalmente no está al alcance de un stagiaire”, remarca. Particularidad francesa, Dani goza de un amplio margen de autonomía: “Aquí el trabajo es más libre, se confía más en la otra persona, en que lo va a hacer bien”, constata. El ambiente en la agencia es joven y desenfadado. Como él.
A veces, a la salida del trabajo, o los fines de semana, queda con algunos amigos –entre los que está la chica que le alojó al llegar- y se dedica a bucear por París, a patearse lugares que no conoce, a visitar exposiciones, a acudir a vernissages… “Aquí siempre hay cosas que hacer, sitios adonde ir. Es lo que me gusta de esta ciudad, que nunca puedes parar. Estoy contento con la vida que he encontrado aquí”, explica entusiasmado. Los primeros días no fueron fáciles. Nunca lo son “en una gran ciudad donde no conoces a casi nadie”. “Al principio, cuesta sacar la cabeza, pero poco a poco te vas construyendo tu vida”, dice. A su padre, Isidro, propietario de una empresa de grúas, y a su madre, Juani, profesora de formación profesional, les cuesta asumir esta lejanía, que intentan compensar conversando regularmente a través de la webcam del ordenador.
En agosto, Dani regresará al pueblo para participar en el Festival Internacional de Folklore que se organiza cada año en Cieza. Un acontecimiento que no está dispuesto a perderse por nada del mundo. Y después, a finales de septiembre, tendrá que abrir un paréntesis en su aventura parisina para retornar a España a acabar la carrera. Pero será un paréntesis. “Cuando acabe, quiero volver aquí a trabajar”, promete.
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